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INFANCIA EN TACNA*


                                                "Todos somos jóvenes ante la vida y el paso de
                                                los años es, una marcha hacia el territorio del
                                                enemigo"
                                                                                       Henry James




"Entre Bremen y Nápoles, entre Viena y Singapore he visto más de una linda
ciudad; ciudades junto al mar y ciudades en lo alto de las montañas; y, peregrino,
de alguna fuente he tomado un trago del que luego se me formó el dulce veneno de
la nostalgia”.
"Pero la ciudad más hermosa de todas las que conozco es Calw, a orillas del
Nagold, una ciudad suaba, pequeñita, antigua de la Selva Negra.
"Si ahora vuelvo por acaso a Calw, voy bajando lentamente desde la estación, por
delante del templo católico, por delante del "Adler" y del "Waldhorn", y, avanzando
por la calle del Obispo, sigo, riberas del Nagold, hasta el "Weinsteg", o bien hasta
el "Brühl"; luego cruzo el río y, por la calle baja de Curtidores (1), subo uno de los
empinados callejones laterales hasta la Plaza del Mercado, paso bajo el Pórtico de la
Casa del Concejo, continúo ante las dos enormes y viejas fuentes, echo una mirada
a lo alto, hacia los antiguos edificios del Instituto Latino, oigo cacarear las gallinas
en el huerto del "Kannenwirt", me encamino de nuevo hacia abajo, pasando ante el
"Hirsch" y el "Rossle", y me demoro un buen rato en el puente. Este es el lugar que
más quiero de la pequeña ciudad. Frente a él no es nada para mí la plaza de la
Catedral de Florencia.
"Si ahora, sobre el bello puente de piedra, miro desde el río hacia abajo y hacia
arriba, veo casas de las que no sé quién vive en ellas. Y si en una de esas casas se
asoma una linda muchacha -que siempre las ha habido en Calw-, no sé cómo se
llama.
    "Pero hace treinta años, tras esas numerosas ventanas no había muchacha, ni
hombre, ni vieja, ni perro, ni gato que yo no conociese. Por el puente no pasaba
carro ni trotaba rocín del que no supiera a quién pertenecía. Y así, todo me era
conocido: los muchos chicos de la escuela, y sus juegos, y sus apodos, las
panaderías y sus artículos, los carniceros y sus perros, los árboles y, encima de
ellos, las mariquitas de mayo y los pájaros y los nidos y las varias clases de uva
espina que había en los huertos.
"De ahí le viene a Calw esa rara belleza. No necesito describirla, porque está en
casi todos los libros que he escrito. No habría tenido que escribir de ella si me
hubiese quedado a vivir en ese hermoso Calw. Cosa que no me estaba destinada.
      * El texto de este ensayo difiere sustancialmente del que apareció en un lindo opúsculo publicado en 1959 por
      Pablo L. Villanueva. El cuidado de aquella edición estuvo a cargo de Sebastián Salazar Bondy.

(1)   Traduzco convencionalmente Ledergrasse, calle o calleja del Cuero, o de los Cueros, que bien puede equivaler a
      Curtidores. Otros nombres como Adler (El Águila) Waldhorn (El Cuerno de Caza) etc., que son, sin duda,
      denominaciones de fondas o puntos llamativos del lugar, los dejo sin traducción (N. del T)
"Pero cuando ahora, lo que desde la guerra se ha ido repitiendo con intervalos de
unos cuantos años, vuelvo a detenerme por un cuarto de hora en el pretil del
puente sobre el cual, siendo muchacho, eché mil veces el hilo de mi caña de
pescar, siento profundamente y con una extraña emoción todo lo hermoso y
singular que fue para mí esa experiencia: haber tenido alguna vez una patria; ha-
ber conocido alguna vez, en un pequeño lugar de la Tierra, todas las casas y sus
ventanas y todas las gentes que estaban tras ellas Haber estado ligado alguna vez
a un determinado lugar de la Tierra, como el árbol con raíces y vida, está ligado a
su lugar.
    "Si yo fuera un árbol, estaría aún allí. Pero no puedo pretender cambiar lo que
ya fue. Esto lo hago, a las veces, en mis sueños y en mi creación literaria, sin aspi-
rar a hacer lo mismo en la realidad.
    "Ahora, de cuando en cuando hay alguna noche en que siento nostalgia de
Calw. Pero si viviera allí, a toda hora del día y de la noche, tendría nostalgia del
lejano tiempo hermoso de treinta años atrás, que ha mucho huyó deslizándose bajo
los arcos del puente viejo. Eso no estaría bien. De los pasos que se han dado, y de
las muertes que hemos muerto, no hay que arrepentirse.
    "Sólo de vez en cuando puede echarse una mirada por allí, vagar por la calle de
los Curtidores, pararse un cuarto de hora en el puente; aunque sea tan sólo en sue-
ños y aunque no se haga muy a menudo".


                                                           Hermann Hesse (1918)
"La sangre, ese frágil      árbol   escarlata   que
                                   llevamos adentro..."


                                                         Sir Osbert Sitwell




I      En la Plaza. La pila y la Guía Azul Hachette. El espacio hállase
subordinado al tiempo. Doña Carlota, maestra peruana. Genoveva y
Natividad: Penas y gentiles. El "jorobadito". Canciones de moda. La vida
cotidiana. La ciudad. El tren. El minifundio. La Alameda. Angostos canales.
La quinta de doña María Tinajas. Recordar. Raíces en la tierra.


  Los recuerdos de la infancia en Tacna en los días de la ocupación chilena no son
para mí una serie de hechos, o de rostros, o de panoramas eslabonados
sistemáticamente en el tiempo. Superviven, más bien, dentro de un vasto conjunto
indiferenciado, como el mar aparece ante los ojos de quien lo contempla desde una
playa o desde un barco. Se mezclan dentro de ese todo el hogar, la familia, la ciu-
dad natal, los amigos, cosas que ocurrieron o que oí relatar, sucesos en los que
participé o que vi, o que creo existieron, sentimientos o impresiones cuyo aroma
aún me sirve de compañía, mezclados con fragmentos de experiencias más
recientes.
  Mi vieja casa familiar con su fachada de piedra, que el afeite de una pintura
sacrílega mancilló no hace mucho tiempo, ubicábase en la plaza Colón, en una
esquina. Al lado derecho veíamos a la Catedral, entonces inconclusa, pero con sus
dos torres, erectas como si fueran mástiles orgullosos sobre un barco varado
sobreviviente de alguna, silenciosa tempestad. Está hecho aquel edificio con el
rosáceo sillar tacneño, más hermoso aunque menos conocido que el blanco de
Arequipa.
       La Catedral de cuarzo con su casto domo
ha escrito el poeta Guido Fernández de Córdoba.
    Hoy, ella ha sido, al fin, terminada con algunos cambios en relación con el
proyecto inicial. Más alta y más grande que la de Lima donde el barro no está
ausente, la rodea un espacio libre poco común, es decir no la circundan calles
estrechas. Deja, en conjunto, una impresión fría pero imponente.
     En la otra esquina de nuestro hogar veíamos, en cambio, algo mucho más
prosaico y siempre lleno de actividad el sobrio local donde funcionaban la autoridad
política de la provincia, la Corte de Apelaciones y el Correo.
      La plaza asóciase también en mi recuerdo con dos palmeras solitarias, una
delante de la Catedral y otra en la glorieta con la estatua de Cristóbal Colón
obsequiada por la siempre poderosa colonia italiana en 1892; monumento que,
imitando al personaje en él simbolizado, ha hecho ya tres viajes en la ciudad y
pronto efectuará, según esperamos, el cuarto y último. Evoco también las acacias y
el jacarandá del jardín cerrado por una reja de fierro y la pila que trazó y construyó
la firma francesa de Gustavo Eiffel.
     No es hiperbólico calificar a la pila, sobreviviente incólume del antiguo régimen
peruano, como una joya. Cada vez que vaya Tacna, cumplo con el deber de ir a
visitarla, Con sus seis metros de alto, es armoniosa y redonda y se diferencia
mucho en sus variados ángulos, sin que se deteriore la armonía y la gracia del
conjunto. En la parte superior brotan como de un ánfora, múltiples y delgadísimas
hilos de agua. Luego hay una fuente, gracias a la cual se renueva con igual finura,
la marcha armoniosa de ellos. Más abajo, cuatro niños están de pie y se dan la
mano. También aparecen figuras de pescados y se ve una taza más grande orlada
por símbolos ornamentales marinos de los que emanan unos veinte pequeños
conductos por los cuales se sigue expandiendo el delicado follaje acuático. Vienen,
ya en otro plano, cuatro figuras femeninas, de perfil clásico, en don osas actitudes,
atadas entre sí, con los pechos descubiertos. Sus túnicas llegan a las esbeltas pier-
nas y dejan los pies desnudos. Representan quizás a las cuatro estaciones o a
símbolos del poder fructificador de la tierra. Junto a ellas van cayendo los chorros
sutiles del líquido vital en la dirección de una gran taza. Estas mujeres simbólicas
tienen sus brazos en actitudes diversas y el talante de cada una es pensativo.
Hállanse junto á unos tritones, de cuyas fauces también brota el agua hacia el
último y más vasto nivel de la pila. Jamás hay aquí un ruido excesivo. Percíbese,
más bien, un murmullo discreto del que emerge una sensación dulce e inalterable
dé sobriedad y de elegancia
        No obstante mi admiración por la pila, he leído con amargura no hace
mucho tiempo en la famosa Guide BLeu de la librería Hachette de París
correspondiente a 1975 sobre el Perú y La Paz, menos de una página dedicada a
Tacna (la obra tiene 315); Y en ella el curioso del mundo entero halla apenas lo
siguiente: "Esta ciudad no tiene gran cosa que ofrecer al turista de paso, quien se
deberá contentar en la Plaza de Armas con una fuente de bronce fabricada en
Bélgica e instalada en 1869" (l). Es éste de un manual cuya circulación es enorme y
su texto despectivo acusa severamente a los dirigentes del turismo en el Perú cuyo
ramo ha sido elevado por el gobierno actual al más alto nivel: el de un Ministerio.
Desde aquí hay también un indignado grito acusatorio. ¿Por qué las espléndidas
aguas termales de Calientes son un rincón sucio y abandonado y no han hecho
surgir a su alrededor un hotel con amplias facilidades no únicamente sanitarias sino
deportivas y recreativas, es decir un lugar de atracción que bien hubiera podido
superar al estupendo "motel" chileno de Azapa? ¿Por qué no han sido descubiertos
y utilizados otros lugares placenteros en la campiña? ¿Por qué no existe una guía
histórica y descriptiva de la ciudad, orientadora en relación con sistemáticos paseos
a lugares de interés incluyendo a alguna de las bellas quintas de antaño? ¿Por qué
ha habido silencio ante el esfuerzo del ingeniero F. Corante, cuyas fotos y
"maquetas" ya son los pilares de un hermoso Museo de la Tacneñidad? ¿Por qué se
hostiliza o se ignora al Grupo Teatral Tacna? ¿Por qué no se expande la biblioteca
hasta convertirla en un centro de documentación sobre toda la zona del cono del
Pacífico Sur que atraiga a estudiosos dé Chile, Bolivia y el Perú cuando menos, bajo
los auspicios de la Junta de Cartagena, de la Organización de Estados Americanos y
de Naciones Unidas? ¿Por qué no se desarrolla la obra de la Universidad hasta el
punto de que impregne la vida diaria citadina? ¿Por qué no se reconstruye alguna
de las grandes mansiones del próspero siglo XIX, tal como se ha hecho con no
pocas en Arequipa, Trujillo, Ayacucho y otras ciudades? ¿Por qué no se convoca a
una asamblea de tacneños representativos de la que pueden emerger distintas
sugerencias con la finalidad de dar nueva vida a la tierra de Zela, Vigil e Inclán?
        El espacio hallase subordinado al tiempo. Después de abandonar, junto con
los míos, nuestra casa solariega en 1912, cuando apenas había cumplido nueve
años, volví a encontrarme delante de ella sólo en 1925, en que regresé a Tacna con
motivo del plebiscito; pero sólo la vi de afuera, porque era entonces un casino
militar chileno. En 1931, cuando Tacna había sido incorporada al Perú, atravesé su
umbral de nuevo, después de diecinueve años. Funcionaba allí la oficina de la Caja
de Depósitos y Consignaciones. Ahora sirve como local para el Banco de la Nación.
Con sorpresa constaté que, en realidad, los patios, las habitaciones y los corredores
eran mucho más pequeños de lo que creía. La memoria, sea porque la edad y la


(1) Les Cuides Bleus Hachette. Pérou. La Paz. París, Hachette, 1975, pág. 266.
estatura influyen en la mente, sea porque la perspectiva de los años y la distancia
agrandan las cosas, había cambiado la dimensión de esos lugares en los que tantos
años viví y que tan familiares me habían sido.
       Oficialmente las escuelas peruanas habían sido clausuradas en 1900, porque
en ellas se incumplía uno de los artículos de la ley chilena de 24 de noviembre de
1860, por la que la instrucción primaria debía darse bajo la dirección del Estado y la
enseñanza de la geografía y de la historia de aquel país era obligatoria (2).
    Asistí a una escuela de primeras letras y de educación primaria,
que bajo el nombre de "Liceo Santa Rosa" usado antes por otro plantel,
regentaba la señora Carlota Pinto de Gamallo, en su casa particular,
en la misma plaza donde vivíamos. La enseñanza que doña Carlota, an-
tigua maestra peruana, junto con don Pedro Quina Castañón, impartía a
un grupo muy reducido de niños, presentaba, para nosotros, las
apariencias de la clandestinidad. Experimentábamos la sensación de ir a
clases día a día como quien va a algo prohibido. Hasta los policías de las
esquinas conocían, sin duda, la existencia de ese centro escolar; pero
como era pequeño y aislado, habían decidido tolerarlo.
    No recuerdo exactamente lo que me enseñaron, salvo que usé el
libro chileno —¡chileno!— de Abelardo Núñez y que deletreábamos en
coro. No va en contra de mi cariño y de mi gratitud por doña Carlota,
anotar que, cuando viajé a Lima, a los nueve años, sabía leer muy bien,
pero, como buen zurdo, sólo podía escribir con la mano izquierda.
    Sospecho que tuve como verdaderas maestras a mi madre y mi
hermana Luisa y también a mi nodriza Genoveva Salinas. El cariño ciego
y absoluto de ésta, independiente de que yo fuese buen mozo o feo,
popular o aislado, famoso o desconocido, venció al tiempo, a la
ausencia, a las mudanzas de la fortuna. Tampoco he olvidado a la morena
Natividad, una vieja doméstica afectuosamente incorporada, de hecho, a
través de muchos años, como Genoveva, a la familia.
    Natividad nos dejó muchos recuerdos. Entre ellos, el de su actitud
cuando vio por primera vez el teléfono, el fonógrafo, la bicicleta y la
máquina de escribir. En cada uno de esos momentos, se limitó a decir:
"Lo que inventan los gringos para ganar la plata". Y en estas palabras
juntábanse la sorpresa y el desdén.


(2) Las escuelas peruanas en Tacna fueron organizadas por Modesto Molina, en cumplimiento de órdenes del Presidente
Nicolás de Piérola. En mayo de 1900 estaban regentadas por las siguientes personas: Carlota Pinto de Gamallo (calle
Comercio N. 248, Escuela. de Mujeres); María Luisa Rospigliosi de Quiroz (Calle Comercio N. 200, Escuela de Mujeres);
Clorinda F. Vda. de Benavides (Calle Comercio N. 17, Escuela Mixta); Carolina Vargas de Vargas (Avenida Bolívar N. 53,
Escuela Mixta); Zoila Sabel Cáceres (Calle Zela N. 111); Eduardo Zevallos Ortiz (Calle Zela N. 124, Liceo Mercantil);
Rosa Román (Calle Zela N. 64); José A. Saona (Calle Zela N. 655); María F. y Celinda 14arca (Calle Sucre. 114, Colegio
de Mujeres); Perfecta Vda. de Taillacq (Calle Gamarra N. 146, Escuela Preparatoria de Varones); Juana A. Vda. de
Mansilla (Calle Bolívar N. 490); Manuel O. Silvestre (Pallardelli N. 29, Escuela Preparatoria); Ricardo M. Mena (Alameda
N. 162, Colegio Primario de Varones); Leonor Vera (Calle Bolívar N. 532); Matilde Arbulú de Rospigliosi (Avenida Dos
de Mayo, Escuela Mixta N. 26). Zoila Sabel Cáceres protestó altivamente contra 81 actos de fuerza que se estaba
cometiendo y se negó a firmar la notificación respectiva. Lo mismo hizo Carolina Vargas de Vargas. También fueron
clausuradas las escuelas de Arica, Pára, Azapa, Calana, Molino, Pachía, Tarata, Codpa, Belén, Estique, Socoroma, Putre
y Livílcar. Quiere decir, pues, que la gran mayoría de IOR tacneños y ariqueños que optaron por la causa peruana en
las jomadas plebiscitarias de 1925 y 1926 había sido educada en planteles chilenos. Hubo reclamos infructuosos del
canciller Enrique de la Riva Agüero y del ministro en Santiago, Cesáreo Chacaltana, éste en notas de 14 de noviembre
de 1900 y de 24 de diciembre del mismo año. Sobre este triste episodio véanse el libro de Víctor M. Maúrtua La
cuestión del Pacífico. Lima, Imprenta Moreno, 1901, pp. 312-315; la obra de Carlos Alberto González Marín La escuela
peruana en Tacna, (1793-1907) Lima, Talleres Gráficos Moreno, 1970; y el reciente estudio de Raúl Palacios Rodríguez
La chilenización de Tacna y Arica, Lima, Editorial Arica, 1974, págs. 73-78. Rómulo Paredes publicó una llamada
"zarzuela dramática", en 1908, con 43 páginas en dos actos y en verso bajo el título de La última escuela, Episodio de
la ocupación chilena en Tacna. No llegó a ser representada y no existió una partitura para ella. Guillermo Ugarte
Chamorro es poseedor de un inconcluso manuscrito con el título Escuela peruana en Tacna de niñas. Comedia infantil
en dos actos y en prosa. La adquirió en Lampa; y cree que el autor fue un maestro, presumiblemente primario,
llamado Rufino Escobar. Debió escribirla, asevera Ugarte Chamorro, hacia 1902.
Sabía ella, además, numerosos cuentos y también la historia de las
"penas" o sea de las almas de los muertos que no recibieron cristiana
sepultura o que tratan de señalar la existencia de algún entierro o
tapado, es decir un tesoro oculto durante muchos años. Antonio Oliver Belmás
afirma que las "penas" de estas tierras son hermanas de los "aparecidos" o almas
de Vasconia que surgen a veces en los cruceros de los caminos en aquel país; de
los duendes gallegos llamados "encantos"; de los "ujanos" de la Montaña
santanderina; del "follet" catalán, del "Martinico" de Granada, todos ellos
parientes lejanos de los gnomos del Norte (3).
     Además resultaba la inolvidable Natividad depositaria exclusiva de otras
manifestaciones de la vida de ultratumba y también de su geografía pues, según
ella repetía con solemne seriedad, tenían lugares favoritos en la casa. Uno de
dichos rincones estaba junto a la "destiladera" de agua.
    Los "gentiles", en cambio, decía, eran espíritus que, secos y viejos, habitaban
en el campo y en los cerros, sobre todo entre piedras. No tuvieron Dios, rezaron
al sol, a la luna y hasta a animales feos como las culebras. Castigados, no
consiguen volverse polvo como los demás; arrastran sus huesos sin poder morir
bien; vuélvense secos como una chalona. A quien encuentran, le soplan su
aliento y lo vuelven anciano que comienza a doblarse y temblar y sólo puede
hallar salvación si toma agua bendita.
    En el folklore hogareño, si la "pena" ostentaba viejísimo abolengo español, el
"gentil" provenía de arcaicas supersticiones indígenas. De este modo, Natividad nos
introdujo en nuestros primeros años a un mundo de seres sobrenaturales
oriundos de las dos principales corrientes de la formación histórica nacional y nos
ofreció, sin saberlo ella ni nosotros, una lección viva de mestizaje mítico.
    Estudié durante los años de Primaria y casi todos los de Secundaria en el
Colegio Alemán de Lima. Bajo un severo régimen disciplinario correspondiente a la
época de Guillermo II, las distintas asignaturas (menos Historia del Perú y
Castellano) fueron enseñadas en aquel idioma. En nuestras tareas escolares,
en nuestras lecturas, en nuestras charlas, en nuestros cantos, en
nuestros paseos, los alumnos de ese plantel tuvimos que usar el
alemán. No vino a ser sorprendente y, por el contrario, resultó inevi-
table que me familiarizara, al igual que mis compañeros, con las
culturas alta y popular de la tierra de mis antepasados maternos.
    Las "penas y los "gentiles" son pequeños hijos de la inquietud de la
gente sencilla de estas latitudes ante el gran enigma de la vida
ultraterrena y sobrenatural. Tan hondo problema ha interesado
vivamente a los seres humanos de todos los tiempos. El racionalismo que
se propagó desde el siglo XVIII no ha logrado, ni remotamente,
erradicarlo. Múltiples formas de superchería y de engaño han surgido y
continúan brotando alrededor de esta sagrada inquietud; al lado de
ellas, la parapsicología trabaja con seriedad y constancia y los resultados
finales de sus investigaciones llegarán quizás a ser tangibles algún día.
    Al hacernos ciudadanos del mundo cínico de nuestro tiempo, miramos
a las "penas" y los "gentiles" con un escepticismo total que puede estar
acompañado por un interés anecdótico. Al fin y al cabo, se trata de
hipotéticos seres ajenos a nosotros. En cambio, ha quedado indeleble

(3) Antonio Oliver Belmás, José Calvez y el modernismo, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos
1974, págs 119-121. Corresponden estas referencias a una glosa (leí artículo do Calvez titulado "Los mil y
un fantasmas de Lima".
en mi memoria, desde los años escolares, la figura del "jorobadito", el
Gucklicht Mannlein, personaje de los cuentos de hadas germánicos
inmortalizado en la famosa colección de poesía folklórica que se titula Das
Knaben Wunderhorn. Aparece él en los siguientes versos.
                    Cuando voy a la bodega a sacar un poco de
                    vino, allá está el jorobadito que me roba la
                    botella.
                    Cuando entro en la cocina y quiero preparar la
                    sopa, allá está el jorobadito que me ha quebrado la
                    olla, (4)
    Es un duende en tenaz acecho para malograrnos, burlón y hostil, las
cosas buenas, o gratas, o favorables en el instante menos pensado. Suele
hacer suyos los objetos que caen bruscamente de nuestras manos, o que
se nos traspapelan en el instante en que más los necesitamos. El
también nos empuja para que caigamos al suelo; o nos ciega cuando
incurrimos en errores imperdonables; o facilita la ocasión para que, sin
motivo, nos pesque una enfermedad. Asimismo, está ahí para hacernos
desaprovechar las ocasiones propicias y para confundirnos si a nuestro
alcance está, muy cerca, el camino mejor. Representa el símbolo de lo
que llaman los italianos la "jettatura" y los españoles "la mala pata";
eso contra lo cual los gitanos creen que se defienden encogiendo el dedo
pulgar y los intermedios de las manos y abriendo lo más que pueden
ambos dedos restantes. Todos hemos encontrado a personas y aun a
familias por las que parecería tener predilección, a veces durante largos
años y a veces bruscamente para llevarlos a las más diversas
modalidades del infortunio. Y si bien no podemos achacar siempre
nuestros fracasos y nuestros desengaños a tan enigmático personaje,
en más de una oportunidad se nos ha ocurrido, contra todos los
argumentos de la razón y del sentido común, el absurdo de que él se
introdujo o se introduce en el meollo de nuestro vivir.
    En toda niñez, los juegos, las aventuras, las pequeñas o grandes
incidencias cotidianas, las lecturas y los sueños del que entra en la vida
invaden el continente ignoto de la "gente grande", con sus negocios,
sus preocupaciones, sus asuntos propios. Es una mezcla extraña de dos
planos o niveles separados, entre los cuales sólo los padres y algunos
mayores afectuosos —los hermanos y quizás una tía o un ama— suelen
servir, parcialmente y a ratos, en condición de intermediarios. ¿Cómo
eran, en realidad, en ese período, mi casa y mi ciudad? Algo supe más
tarde de los asuntos de nuestra familia y del rumbo general de las
cosas políticas que, en nuestro caso, querían decir la política
internacional peruano-chilena. Pero, ¿y el ambiente? ¿Las fiestas a las
que iban los jóvenes de entonces, hoy gente muy envejecida o, en la
mayor parte de los casos, difunta?, ¿La música, los libros, los versos que
prefirieron? ¿Los vestidos que usaban?
     Mis hermanas, sus amigas, toda la "gente grande" de la ciudad que yo
conocía, seguían, inevitablemente, los gustos y aficiones de su época. En el piano,
bello instrumento muy difundido entonces, en contraste con la época actual en
que, por desgracia, pasó de moda, o en un primitivo fonógrafo, oí tocar los aires
comunes a aquella generación. Eran, sobre todo, cantos del repertorio romántico
español y sudamericano. Algunos hasta provenían de Chile, como el que se llamaba



(4) Sobre el "jorobadito" Walter Benjamín, Ensayos escogidos, Buenos Aires, "Sur", 1967 pág. 72. Hannah
Arcndt, "Walter Benjamín", en Eco, Bogotá Nº 149. setiembre de 1970.
"Río, Río", o sea que hasta el nivel del arte como en el de la cultura, si se toma
como símbolo el libro de lectura de Abelardo Núñez, no alcanzaba el altivo e
intransigente veto a los ocupantes de Tacna. Dicha melodía llegó hasta las
generaciones más jóvenes, pues la volví a escuchar a unas muchachas chilenas
cuando viajaba en un barco de Nueva York al Callao en 1950. Pero lo que, sin
duda, representa a aquella época son los valses de las operetas vienesas.
Recuerdo haber visto en mi casa las coloreadas cubiertas de sus partituras con
el texto alemán. Así, en la pequeña y lejana Tacna, entre 1907 y 1912, como en
Europa, La viuda alegre y otras obras de Franz Lehar y sus contemporáneos,
seducían por su encanto internacional, rompían las barreras de los
provincialismos y reflejaban, en cierto modo, todo un período. Expresaban ellas la
ligereza, la banalidad, la confianza en la vida, no exenta de encanto, de los años
que precedieron a la primera guerra mundial. Eran el símbolo de un mundo
burgués que soñaba con los restaurantes o los teatros frívolos; de una época
ingenua que se jactaba de un aparente cosmopolismo y, en realidad, rendía
homenaje al dinero, herramienta decisiva para obtener las maravillas allí loadas.
     Otra canción que escuché varios años en mi hogar y en vísperas del 25 de
diciembre, tenía, seguramente, vieja procedencia española y decía inicialmente
así:


                       Esta noche es Noche Buena
                       y mañana Navidad
                       y nosotros nos iremos
                       para no volver jamás.


     Erasmo en sus Coloquios expresó que cuando aspiraba el olor de una rosa,
los recuerdos de la infancia volvían a su memoria. Alguien ha escrito, después
de citar estas palabras, que, al abrir los viejos libros, el olor de ellos hace vivir
de nuevo un período lejano de la vida, dentro de un momento difícil de ubicar,
pero con una intensidad que, de otro modo, no hubiera tenido. Guardamos
recuerdos fugitivos e inasibles en los que se juntan hechos sin coherencia hasta
que, de pronto, un olor, una escena, una palabra, un objeto, despiertan de
improviso el pasado personal de modo evidente. Pero él está salvaguardado, a
veces, mejor por una melodía que, de pronto, reaparece con una penetrante y
asombrosa exactitud, por una melodía de antaño que volvemos a escuchar ocasio-
nalmente: el aire que tarareaba nuestra madre en la intimidad, la canción que
alguna vez nos conmovió. Aquella música, en otras circunstancias, hubiera
quedado sepultada para nosotros; pero el azar ordena que resulte uno de los
dones más preciosos atesorado en nuestra memoria, Cierto es que podríamos
haber dicho: vivimos en aquella casa, mi madre cantaba a veces en la cocina,
escuchamos muchos acordes, quizás los más impresionantes para nosotros, los
niños pequeños de Tacna, cuando provenían de bandas militares. Hubiéramos
evocado los hechos, concretos o vagos en sí; y, sin embargo, esa visión íntima del
pasado no llevaría plenamente toda su carga emocional. Los hechos allí están:
son el esqueleto del pasado. Pero aquello que convierte mágicamente los hechos
en nuestro "ayer", el recuerdo de lo que ya no volverá y por eso nos conmueve
tanto, es el bien más inefable de todos, y se esconde en la música.
    En aquellos, tiempos (en Tacna también por aquello que tiene la moda
siempre de contagiosa aunque, felizmente, sin la rapidez y la prisa que han
generado el servicio de los aviones y la propagación de la radio y el televisor)
las mujeres preferían como colores favoritos el malva, el violeta, el rosa; y no se
consideraba (la qué época tan distinta pertenecemos!) cosa elegante la
delgadez o la flacura. Los vestidos femeninos, muy largos, debían ser usados
con guantes también largos.
Ya habían llegado hasta nuestra ciudad, en sus toscos modelos iniciales, repito,
el fonógrafo, el teléfono, la máquina de escribir, la bicicleta. Pero, en cambio, no
vimos el automóvil que, con el motor de combustión interna, asimismo utilizado
por el aeroplano, iba a hacer, y muy pronto, añicos a todo aquel modo de existir.
     Salvo los incidentes ocasionados por el litigio peruano-chileno, la vida en
Tacna tal como la recuerdo en mis años de infancia, se desenvolvía dentro de
un ritmo sereno y acompasado. El primer toque del pito del tren de Arica, a las
8 y 15 de la mañana, servía para arreglar muchos relojes de la ciudad. Era un
tren viejísimo, regido por una compañía inglesa en espléndido aislamiento y cuyo
tráfico quienes habían ido a otros lugares consideraban un milagro: una pesada
locomotora, crepitante y frágil, un furgón para las mercaderías y un coche para
los viajeros. Diríase que, en cualquier momento, chirriante y como desperezando a
los rieles enmohecidos, el convoy iba a sucumbir bajo el peso que soportaba; mas
nunca dejó de llegar a su destino. Y al atardecer, el que de Arica venía, anunciaba
puntual y triunfalmente su llegada a las 6 y 15 de la tarde y a las 6 y 30 ya
estaba en la estación; y mucha gente iba a esperarlo, por no tener otra cosa que
hacer.
     Se sabía los nombres de gran parte de quienes caminaban por las aceras de
las calles centrales, salvo que fueran las indias que llegaban de Tarata y otras
regiones altas trayendo fruta, "chuño" y queso; o las de Cochabamba con sus
altas botas negras, sus sombreros de paño y sus numerosas polleras multicolores
y cuyos bailes del miércoles de ceniza en el barrio llamado "alto de Lima", eran
famosos. Por las calzadas sin pavimentar, a veces inverosímilmente estrechas y no
siempre rectas, trotaban los caballos de quince o veinte coches de alquiler;
antaño las familias acomodadas habían tenido coches particulares pero de ellos
sólo quedaba el recuerdo; y al servicio público pertenecían algunos de esos viejos
cocheros, generalmente italianos, como ocurre con todos los inmigrantes tenaces
subidos luego a niveles muy superiores. Nos conocían ellos por nuestros nombres
y nosotros sabíamos perfectamente los suyos. En el verano, unas cuantas fami-
lias viajaban a Arica; si bien una versión popular afirmaba que no era sano estar
allí en la época de entrada del río, en enero, porque la terciana aumentaba al
mezclarse el agua dulce y la salada. La residencia de otras familias, era, en la
estación de calor, alguna quinta de Pocollay en el sector llamado Chorrillos. A
Pocollay hacíanse periódicamente paseos, acontecimientos sociales que llevaban a
las familias más lejos, hasta Peschay o Piedra Blanca.
     El día de la Candelaria, en febrero, señalaba la fecha simbólica para la
siembra del maravilloso zapallo que ya había madurado espléndidamente en julio.
Los había de muchas clases: de planta, de carga que era grande y redondo, de
gallinazo, de Mogollo y de Para. A una fecha anterior, fines de diciembre o
principios de enero, correspondía la ciruela, simultánea con el damasco. Marzo y
abril eran dueños del encanto de los duraznos. Los primeros recibían el nombre
de "colorados"; pero allí también estaban los alinéate, los blancos, distintos a los
blanquillos por su mayor tamaño, los aurimelos amarillos y albos, considerados
como los mejores, los "carne de vaca". También a marzo pertenecían los melones
entre los cuales destacábanse los llamados "cambray", Entre fines de marzo y
comienzos de abril eran saboreadas las uvas con sus variedades la "ciruela", la
"moscatel", la "blanca", la "negra", la "mollar" y la "tunibo", esta última de la
sierra. Aunque no era cultivada en el valle de Tacna sino en el cercano de Locumba
(que jamás llegó a ser ocupado por Chile) la vanidad local se ufanaba del pisco
llamado "Italia Ward" cuya producción iba exportada íntegramente a Inglaterra
por los señores Ward, dueños de este negocio. Decían los peritos que, después de
beber tan exquisito licor, si los labios se aproximaban al vaso ya seco, todavía era
dable percibir el olor y el sabor del jugo puro de uva.
    El 8 de diciembre gozaba de la particularidad de traer el nacimiento de la
primera breva; y a esta deliciosa fruta seguía el higo con su comida blanca o
roja. Antes de las brevas, venían las ciruelas conocidas como "Reina Claudia",
"Santa Rosa", "japonesa", la negra con carne blanca, la blanca con carne
negra y la adamascada o híbrida con el damasco, única en el mundo. Más o
menos de marzo eran las peras, subdivididas en "canela", "palta", "de a libra",
"colpa", "colorada" o peruana y 'pera perilla". En cambio, la "pera mota" venía
en febrero.
     Otras frutas deleitaban, además, al paladar lugareño. Allí estaba la guayaba
de Calientes en invierno, oriunda de una zona donde hay unos deliciosos baños
termales y donde podría construirse, repito, un hotel de turismo con anexos para
el ejercicio del golf y del deporte ecuestre y, que, sin embargo, hállase hoy
totalmente abandonada con unas chozas inmundas que sería vergonzoso ocupar.
No deben ser olvidados aquí tampoco el membrillo, subdividido en "lúcuma" y
"zonzo"; el pacae; el granado accesible a cualquiera en los numerosos callejones;
la frutilla; la mora obscura y delgada como un gusano; la espléndida naranja del
valle de Azapa, en Arica, que hoy parece pertenecer a un mundo extraterrestre.
    Desde abril hacíase la melcocha, la buena melcocha de antes con puro jugo
de caña de azúcar mezclado con chancaca, nueces, cáscara de naranja y cocos,
elaborada en la presencia misma del consumidor. Ahora dícese que han sido
eliminados algunos de estos aditamentos y que se utilizan colorantes.
     Pero en uno de mis viajes últimos, he creído encontrar en una callejuela
lateral en la parte sur de la Alameda el mismo lugar a donde fui en mi infancia
en más de una oportunidad, jubilosamente, a buscar esta golosina y en donde
ella sigue elaborándose. Actualmente ya no está junto a enrevesados callejones
sino en una zona hace poco tiempo urbanizada, sin olor, color ni sabor locales.
     Cosas agradables podían tener no sólo origen campestre. Florecían también
la pequeña industria doméstica, la primorosa e inexportable tradición familiar o
local, el arte que se crea en poca cantidad, en ocasiones especiales, o para clientes
selectos, o para consumo mínimo. Recuerdo siempre el alfajor moqueguano de
vaporosa y arqueada pasta amarilla, con un miel color chocolate, que se vendía
en las calles; las creaciones de la "Pitis", admirable mujer especialista en
golosinas, cuya tienda estaba en la calle La Mar; y el pan llamado de "Saravia".
con una harina más blanca que la de la "marraqueta" aún no perdida los
variados "pecesitos", es decir los caramelitos típicos que eran obra de una
francesa, esposa del comerciante chileno Jaramillo, residente en Tacna, según
me dicen, hasta después de 1929; y el "chinchiví", precursora bebida gaseosa
local.
     Ni altos edificios, ni palacios señoriales, ni escudos solariegos, ni conventos o
iglesias imponentes, ni balcones morunos, ni rejas lujosas, ni ruinas seculares
habían en Tacna. La ciudad, pequeña en sentido horizontal, con sus diez mil
habitantes, lo era también en la medida vertical: dos pisos a lo más y, casi
siempre, un piso en las casas de bellos y típicos techos muchas veces en linda
forma del mojinete que hoy, por desgracia, van desapareciendo y con las
paredes de la calle pintadas de colores variados pero sin estridencias: amarillo
púrpura, naranja o zapallo, verde lechuga. En las calles de admirable limpieza
aún no del todo olvidada y cuya luz era de patio, según las palabras de Jorge
Luís Borges al evocar a Montevideo, se solía respirar (y aquí no hay retórica)
un olor a fruta y a flor. Cerca de muros o balcones, de verjas y patios, de
glorietas y quintas florecían geranios, alhelíes, lirios, claveles, rosas, nardos,
azucenas, jazmines, hortensias, heliotropos, juncos. Pero acaso, para un blasón
evocador, habría habido que trasplantar de la ciudad la buganvilla y de la
campiña la humilde y omnipresente retama. Y en cuanto a los árboles, era
indudable que tenían una calidad representativa la vilca y el molle, aunque este
último se ha esparcido por todo el Perú como pidiendo que lo reconozcan como
árbol nacional. Por otra parte, el granado, con el que tantas veces tropezábamos,
circunda, asimismo, doblemente, al recuerdo y a la nostalgia.
Muy cerca de la ciudad, cercándola, había vastas zonas desérticas donde la
tierra semejaba la pelleja de un tambor guerrero. Otras veces podía parecer
que caminar por allí, tan cerca de la acogedora atmósfera urbana, era navegar
por un mar de llanuras o de colinas cenicientas, en el que no se podía divisar ni
siquiera los barcos desmantelados de unas míseras chozas.
     El recorrido en tren desde Tacna hasta Arica, que nunca hice de niño sino el
día en que melancólicamente partí y lo volví a emprender muchos años después
ya de lejos de la adolescencia, en 1925 y 1926. Rodeado de peligros y
esperanzas, daba sobrecogedora impresión. El viajero tropezaba con las dunas
cercadas por una asamblea de cerros, entre los cuales los de más atrás, los
gigantescos, llevan como diadema su blancura de nieve en la cabeza. Los rieles
y los postes telefónicos eran la única señal de vida y de triunfo sobre la
desolación en aquellos parajes. Los lechos secos de ríos perdidos durante siglos
parecen gigantescas tumbas custodiadas irrisoriamente, como i fuera centinelas
enanos, por unos cuantos tallos, de espontánea vegetación y que se mueren de
sed. Cuando, después de pasar por la casa o estación llamada Hospicio, donde
hay una corriente subterránea de agua después de cuatro interminables horas
en aquellas época) la línea ancha del océano iba reduciéndose y acercándose y
se divisaban la bahía, el morro, las casas de puerto y el mar con sus
incontables, largas y peristentes olas jorobadas, era irreprimible el alivio como
sale de lo que podía parecer un mal sueño si no estuviese inmutable ese paisaje
allí y en tantas otras vastas zonas de la comarca.
    Las aguas vertidas desde los nevados del Tacora, el Barroso y el Chiquiña y
recogidas por el río Caplina en las quebradas de Toquela y Arcos, forman el
valle de Tacna con su tierra buena, esponjosa, blanda, fecunda, agradecida.
Apenas son hilos de agua que se esparcen en un abanico de acequias por
entre las pequeñas chacras cultivadas dentro de horas exactas con el esmero
y el primor de una artesanía artística según el orden, fijado desde antes de los
Incas, a través de minúsculas áreas o pagos avaramente medidos en Pachía,
Calaña, Piedra Blanca, Pocollay, o Peschay. A lo largo del tiempo, el latifundio,
como la gran producción industrial, resultaron imposibles por todo ello; y los
pequeños agricultores, dueños de lo suyo, diéronse el lujo de tener, dentro de
su     pobreza, comodidades mínimas, saber leer y escribir, ser
independientes y amar a la patria.
    Aunque con una jerarquía netamente urbana y un aire de innato
señorío que una civilidad sencilla hacía resaltar y no disminuir, Tacna de
mis primeros años vivía muy cerca del paisaje rural y, en algunos sitios,
entraba oronda en él como si lo hubiese incorporado a su predio. Al
mismo tiempo, recibía constantemente la visita o el mensaje de la
campiña. La Alameda era una invasión comedida y cortés de ella. Se
venía entonces caminando la arboleda desde el mercado que los
tacneños llamaban "recova" y se alineaba, elegante, entre la doble
hilera de casas que hacían guardia al río, núcleo de aquel paisaje
magnífico. Tan auténtica es esta fraternidad que, en la época con-
temporánea, la Alameda se ha desarrollado mucho en la dirección norte,
con desmedro del ámbito tradicional y no es posible ya ubicar los límites
de antaño. Las casas eran, a veces, las bellísimas quintas tacneñas,
maternales en lo que resultaban acogedoras; o moradas discretas en su
extensión aunque llenas del encanto de una arquitectura que
espontáneamente, sin cátedras ni manuales de urbanismo, supo hacer
creaciones encantadoras y típicas. Más de una ostentaba el blasón de
haber resistido temblores y terremotos. Hoy un lamentable a la vez
que inevitable afán de imitar, ha hecho que se vayan multiplicando al
lado de algunas residencias magníficas surgidas sobre todo en la parte
moderna, fachadas anónimas aunque pretenciosas dignas de pertenecer
a los barrios de Jesús María o de Lince en la capital y no pocas
tiendas, algunas de ellas invasoras de viejas casonas, Pero esta
"destacneñización" de Tacna ayudada por la indiferencia municipal y la
del Instituto de Cultura limeño, aún no ha logrado su final victoria y
quedan reductos impertérritos de la autenticidad y del buen gusto, a
veces no incompatibles con una digna pobreza.
   A pesar de todo, no son muchas las urbes en el mundo con un lugar
de residencia y de caminata con las características de anchura,
longitud, uniformidad en el trazo y el encanto de la Alameda. Ante ella no
caben ni el olvido ni el desdén del viajero más cosmopolita (5)
    En la Tacna de mis recuerdos a veces no se sabía dónde terminaba la
campiña y dónde empezaba la ciudad. Al avanzar por una calle, tropezábamos
inesperadamente con un rincón ungido por la soledad rústica; y, en pleno
centro, irrumpía de pronto el verdor campesino de una huerta, un jardín o
una placita florida. La ciudad le daba al campo su lección de buenas
costumbres mediante la belleza y la pulcritud de los caminitos bordeados por
cercos floridos, así como a través de la parcelación geométrica de la propiedad.
El campo, eterno maestro de la vida, ofrecía, en retorno, al micro universo
citadino, una atmósfera de sencilla, casi infantil hermosura.
      En Lima el rincón que más se parece a la Alameda tacneña es la de los
Descalzos. Bello exponente, sin duda, de gracia y señorío cortesanos. Sin
embargo, esta ancha y enrejada vía hállase al margen de la actividad y el bu-
llicio cotidianos; y, en nuestra época, quienes la recorren parecen fantasmas.
Además, estuvo siempre divorciada del Rímac que, a lo lejos, pasa, como un
extranjero, en un sentido transversal a ella. Por el contrario, nuestra Alameda
origínase precisamente gracias al avance audaz del "valle viejo" por entre el
poblado. Al valle le roba su tesoro esencial: el río. Es el Caplina, ínfimo caudal
de agua que, orondo, llega después de cumplir, gracias a la centenaria
sabiduría de los chacareros indígenas, el milagro de las siembras y de las
cosechas a través de numerosas generaciones. Ingresa él, como si fuese un
huésped ilustre, al centro de la Alameda desde donde ella empieza hasta
su final.
      Tal como lo contemplé en mis primeros años, avanzaba descubierto con
dos acequias laterales. La corriente central fluía grácilmente. Las riberas
estaban muy lejos de hallarse distantes como almenas enemigas. Entre ellas,
no había puentes monumentales que se agarrasen desesperadamente con sus
manos de piedra. El Caplina era fácil de atravesar con una pirueta, bondadoso
gran señor con el que los niños jugábamos en cualquier momento, como si él
fuese tan infantil como nosotros. Mediante ágiles saltos, era posible ir de uno a
otro lado de sus orillas. No faltaba el sarcasmo en los labios de los extraños
frente a este liliputiense congénere del Amazonas. ¡Un río dócil y que, por
añadidura, sólo tiene agua unos cuantos días de la semana. Pero la verdad es
que la corriente, enana se comporta como una gran arteria que vivifica toda
la región. Desángrase íntegramente, una y otra vez, en ofrenda del paisaje.
Gracias a su ímpetu, la tierra se fertiliza y concibe. El río diminuto y
revoltoso es querido como si se adivinara que un corazón late bajo su pecho
cristalino. Cuando, jovenzuelos, íbamos a la recova o a una casa amiga de la
Alameda, la transparencia y el frescor de la mañana parecían emerger de
     (5) Se ha repetido por los historiadores que la Alameda fue obra del prefecto Manuel de Mendiburu, con
la canalización del río Caplina. Parece que se inició antes de él. Sin embargo, léese en el folleto de
Belisario Gómez El Coloniaje (Tacna, Imprenta de "El Porvenir" por José Huidobro Molina, 1861): "La Alameda
regalada por el Sr. Carrillo (se refiere al gran benefactor de Tacna Camilo Carrillo cuyo obsequio efectuóse en
diciembre de 1833) ya no existe: la columna (en homenaje a Francisco Antonio de Zela) fue trasladada hacia
el Oriente de la nueva pintoresca Alameda debido a los esfuerzos del Sr. Gral. D. Juan Antonio Pezet,
prefecto del departa mentó en esa época y hoy 2° Vice Presidente de la República" (pág. 44) Pezet debió
concluir la obra de Mendiburu.
la linfa. Los chilenos lo cubrieron y ocultaron para hacer a la Alameda lisa y
llana. Fue el único gran acto costoso en beneficio de Tacna a lo largo del
régimen entre 1881 y 1929. Pero lo que pareció una muestra de cultura y pro-
greso, era contrario a la tradición y a la estética. Los viejos tacneños
rezongaban: "Estaba mejor la Alameda antes" Las nuevas generaciones ya se
olvidaron de eso, como de muchas otras cosas típicas. También eliminaron los
ocupantes, los sauces de las acequias y las acacias del centro y los
reemplazaron desde 1916 por las palmeras de los costados, a las que vimos
todavía niñas y frágiles en los días del plebiscito. La memoria traicionera impide
hacer comparaciones exactas entre ambas viñetas: la nebulosa del ayer y la
prístina de la actualidad. Y aunque la fiereza chauvinista de algún munícipe
en los comienzos de la segunda época peruana quiso eliminar a las palmeras
como símbolos de la chilenización, allí se han que dado ellas como si
hubiesen decidido firmar una inexpirable carta de ciudadanía en la
Alameda.
    Ofrece ella el atractivo de la alegría sana de la vida, del aire libre,
del panorama distante de los cerros que, con la nieve al fondo,
encierran al valle. A los tacneños nadie les ha enseñado la belleza
inefable de pasear por gusto sistemáticamente en la Alameda rodeados
por el jubiloso frescor de la mañana, o en la calma filosófica del
amanecer, o en la soledad de la noche que allá no es todavía peligrosa.
El tráfico, cada vez más intenso y rudo, los llamativos avisos
comerciales al lado de las aceras, uniformes en su mal gusto; y la
presencia de los vendedores de escudos chilenos, en acecho de quienes
intentan el contrabando con Arica no han logrado aún en los días
actuales quitar su poesía a este fácil entretenimiento en una ciudad
donde él no abunda.
    El parque final contrasta con la clásica geometría de la Alameda en
sus sectores alto y medio. Aparecen glorietas, fuentes y bancas
colocadas    en    forma    irregular.   Júntanse    indiscriminadamente
alcornoques o árboles del corcho, vilcas, pinos, alisos, molles, cipreses,
laureles rojos y blancos con sus flores en ramillete y otras variedades
del mundo vegetal cuyo desorden no perturba. Este parque originalísimo
acogió en tardes soñadoras nuestras confidencias Cías mías fueron a los
veintidós años; y quizás sentimos la angustia de alguna ilusión
demasiado bella en la prosaica compañía de esos cactus aparentemente
secos, cuyo jugo usan, sin embargo, los mexicanos para fabricar el
pulque.
    Y en una de las residencias de allá al final de la Alameda,
quisiéramos pasar los últimos días de nuestra vida y, rodeados por
este paisaje, cerrar los ojos para siempre.
    A pesar de todas las grandezas que hemos visto en otras ciudades
y en otros paisajes, para nosotros, pobres, humildes, nuestra ciudad
chiquita y desventurada y la tierra árida que la circunda nos hacen
agolpar, a pesar de todo, una extraña sensación en la garganta, nos
hacen latir el pulso más aprisa, nos enriquecen con algo que no puede
expresarse en palabras, nos infunden alegrías que podrían parecer
primitivas y penas que, más allá de los años, desbordan el corazón.
Emanan del terruño familiar y no pueden ser descritas ni olvidadas.
Aunque estamos presos en la cárcel de la mortalidad y sin desmedro de
nuestra autonomía, de nuestra soledad y de los diversos vínculos que
por afecto, deber, azar, capricho o elección madura podamos tener, él
hizo que, inevitablemente, seamos acordes, a veces disonantes, dentro
de una larga y aún inconclusa sinfonía, brochazos leves en un cuadro
panorámico, gotas fugaces inmersas en una corriente que, a pesar de
todo, nos une por hilos de sangre en cuyas esencias hay algo del aire,
el agua, la luz o el alimento comunes; y corre, a través del tiempo
inconmensurable, por canales más angostos que las acequias parcas de
aquellas chacras pródigas.
    Los vagos y dispersos retazos de la fisonomía del ambiente se
confunden con impresiones obtenidas posteriormente y, como ya he
indicado, con la memoria de rasgos o episodios estrictamente familiares
o personales que, precisamente, por eso, no van a ser tratados aquí.
Una de las casas, por ejemplo, que más impresión ha dejado en mi
memoria, está situada todavía en la Alameda. Dicha mansión era una
quinta a la que hemos debido ir habitualmente. En la huerta sentía yo la
voluptuosidad de coger sabrosas frutas de los árboles mismos. Lo que
me dejó una impresión que no puedo olvidar fueron las salas de esa
entonces vacía residencia, adornadas por finos objetos que evidenciaban
una lejana y elegante prosperidad. Detrás de vitrinas y aparadores se
alineaban figurillas de porcelana, cristal, marfil y piedras preciosas que,
junto con las alfombras, los jarrones, las lámparas, los muebles, sin
duda llegadas de Europa, exhalaban, pese a su calidad superior, el triste
perfume de las cosas guardadas. ¡Cuántas reuniones o saraos, o
tertulias pudo haber habido antes en esa vieja y atractiva casa! Nadie
la habitaba entonces. La propietaria, doña María Tinajas de Bockeham,
madrina y casi una segunda madre para mi madre, habíase ido a
Inglaterra.
     Este fragmento de mis recuerdos de infancia carecería de
importancia si no sospechase que aquí hubo como un presentimiento de lo
que, ya en la madurez y en el crepúsculo de la vida, me ha sido dable ver con
máxima lucidez: la inexorable huella del tiempo silenciando lo que en un momento
fue vocinglero, deteniendo lo que tuvo la espléndida palpitación de la vida,
marchitando lo que un día lució lozano y arrogante como si confiara en su
excepcional inmortalidad. Más que en el cementerio, de donde emana la
sensación siempre fría o lúgubre de algo separado y distante, allí, en el silencio
tibio de la quinta de la Alameda, encontré acaso la primera muestra de la
fugacidad de las cosas humanas. Lo mismo que le ocurrió a ese inmueble, le
sucedería después a nuestro hogar y a otros que en mi infancia vi con todos
los atributos de la plena existencia; porque también las cosas envejecen y
mueren. Y en el fondo, ¿qué es la historia sino un patético afán de hurgar en las
tumbas, un ademán solemne e iluso de querer detener el tiempo; un esfuerzo
vano, de encontrar, revivir y comprender algunas de las huellas de ese tránsito y
relacionarlas con nosotros mismos, ya no en lo que atañe a unos cuantos
individuos o familias, sino a los pueblos y a las civilizaciones?
    Y así mi niñez se compone, como todas, de momentos que parecieron sin
consecuencia y se alojaron en el recuerdo y en el subsuelo abisal; de hecho que
la casualidad impregnó de un especial aroma; de episodios con la semilla de la
alegría y la tristeza de la vida, más importantes, a la larga, que lo solemne o lo
ruidoso. Los rostros de los seres queridos que estaban cerca al dormir y al des-
pertarnos; el gotear del agua en la "destiladera"; el paisaje esfumado por la
niebla del invierno o "camanchaca" como si le mirase a través de un cristal
empañado; los techos convexos de las viejas y acogedoras construcciones
lugareñas; el sol que, de algún modo, no faltaba ningún día del año; el sano frío
serrano de las noches; la perspectiva malva de las cordilleras distantes
presididas por la pirámide nevada del Tacora, frente a la ciudad y el valle; el
paso prusiano de los soldados chilenos con sus decorativos uniformes y sus
rítmicos desfiles perfectos por la plaza, ante nuestro hogar, el 18 de
setiembre; las retretas vespertinas que a pesar de todo, nos atraían hacia la
banda marcial; nuestros juegos por los rincones polvorientos de la Catedral
inconclusa; la acogida cálida en casas amigas como en la de mi madrina, doña
Josefa Bilbao de Salkeld, junto a cuyo recuerdo grato está el de su esposo,
Enrique Salkeld, que, erecto no obstante su cojera, agitando el bastón, por él
usado cotidianamente, nos recibía siempre con bromas cuya cáscara de
severidad era deshecha por expresiones bondadosas intensificadas gracias a una
voz sonora, más notable por la calidad de sus poblados bigotes blancos y sus
vivarachos ojos azules; rostros innumerables ya desaparecidos; voces que se
esfumaron; la luz del día apagada; las risas y las lágrimas que allá dejamos; la
calidad, alta, triste, remota de los atardeceres con su flora de colores ocre,
cárdeno, azul, rosa o lila invitando a la poesía y a la pintura dentro de su
reposo clásico y su dignidad, ellos sí, inconmovibles; la tierra muda y silenciosa
que, sin embargo, parecía acariciarnos en su vastedad impenetrable y en sus
rincones preferidos, en su riqueza y en su pobreza, en su misterio eterno y en su
familiaridad profunda, dejándonos en la memoria una huella encantada,
indeleble.
    Sentirse enraizado en la tierra propia es, acaso, el mejor privilegio que un
niño puede alcanzar. Si el terruño posee belleza y personalidad, le ha de
estampar, sin que de ello se dé cuenta, ese sentido de compenetración con el
mundo físico circundante que es el más humilde y el más feliz de los dones
otorgados por la vida. Y aquella lección será un tónico cuando llegan las crisis de
identidad juvenil y de la mayor edad. Por eso, ahondar en los recuerdos de la
época primera, ubicados en el rincón al que el destino nos arrojó, es ir mucho
más lejos y más hondamente que cualquier palabra, lo cual es evidente como
resultado del hecho incontestable de que, en la tarea diaria, cada una de ellas
implica una vana respuesta intelectual frente a lo inasible. Dichos recuerdos
jamás están circunscritos únicamente a personas, cosas o sucesos dulces.
Hállanse uncidos también, inevitablemente, a lo prosaico, a lo triste, a lo
violento, o a lo sucio. Pero las cosas que, en su hora, fueron negativas o
nocturnas, con el tiempo resultan interesantes o estimulantes tal como fueron
las cosas bellas; porque ostentaron el privilegio de haberse incrustado en
nuestra vida y en sus contornos.


      II  Los niños de hoy y los de antes. La juventud frente a la
      madurez.


      Hoy los niños forman la vanguardia de la futurología, la avanzada
tecnológica, bombardeados por la televisión y por los sonidos estereofónicos,
rodeados por realidades que se derrumban o que se cuestionan. La nuestra es
una época dentro de la que los crímenes por menores de edad o adolescentes no
son ocasionales sino epidémicos; donde las barreras de la conducta hállanse
agrietadas o deshechas; donde las palabras en las escuelas y en los sitios de
recreo tienen a veces un cinismo increíble y en los países supuestamente más
civilizados se enseña acerca de los daños ecológicos de la explosión demográfica,
sin necesidad de que los alumnos tengan la mayoría de edad. No faltan las
parejas estériles que manifiestan estar contentas de vivir así o las que limitan la
procreación en desafío a Paulo VI. Abundan los hijos que, ya conscientes, no
desean estar mucho tiempo al lado de sus padres y sus madres. Estos, a su
vez, tienden a mirarse a sí mismos o a orientar sus conductas como individuos
libres más que como progenitores reclusos. Hay un éxodo de las madres, que se
escapan del hogar para trabajar o para vivir sus propias existencias con la
angustia de seguir sintiéndose jóvenes. Los índices de los divorcios crecen. En los
salones de clase percíbese mucho más agitación y menos uniformidad que pocos
años atrás. Es un hecho que las nuevas generaciones despiertan más pronto,
incluso desde el punto de vista sexual; son más independientes en su pensar y
en su sentir y hasta, a su modo, pueden ser clasificadas como más vivas,
más lúcidas y en cierto sentido, más capaces que las anteriores.
Me clasifico, en cambio, como sobreviviente de una generación que vivió en el
mundo de una infancia y de una adolescencia totalmente opuesta. Y así me
emociono ante estos versos de W. H. Auden sobre la época:


                   Cuando se podía mirar al futuro
                   como un ya denominado y sólido paisaje,
                   los hijos
                   podían tener el mismo sentido de tos cosas
                   que el de sus padres
                   y reír y llorar ante
                   los mismos cuentos (6)


    No pretendo jactarme de que el nuestro fue un hogar modelo. Apenas si
fue un hogar muy unido y muy sólido, como era habitual en una vieja familia de
provincia a comienzos del siglo actual, acaso más ligada entre sí por la
situación en que Tacna vivía.
     Mientras somos niños, y luego en la adolescencia y en la primera juventud,
anhelamos crecer, madurar. Nos gustaría llegar a la condición de adultos y así
vivir al lado de los seres queridos o admirados a quienes sólo pudimos contemplar
desde un plano inferior. Pero nuestra ilusión quiere que, para ese entonces, ellos
sigan tal cual los vieron nuestros ojos primerizos. Resulta, sin embargo, que la
vida, implacablemente, nos desarrolla; pero, al mismo tiempo, aquellas personas
envejecen o mueren. Todo el universo al que ingresamos en la edad adulta es
distinto y, a veces, opuesto en relación con aquel que cobijó nuestros primeros
años. Rostros, figuras y mentes que vimos lozanas suelen desaparecer para
siempre. Ante los primeros fallecimientos que acontecen a nuestro alrededor,
feroces hachazos golpean a nuestras almas sorprendidas y rebeldes. Poco a poco,
al llegar sucesivos episodios análogos, nos es posible, de una manera u otra,
acostumbrarnos. Surge como una aceptación fatalista ante lo inevitable, que si
no enjuga nuestra pena, al menos la encarrila. Es como si supiéramos que
un invisible tirador dispara implacable cada día, que todos nos
encontramos juntos en las trincheras más y más enlodadas de una gue-
rra permanente y que cualquiera puede recibir en cualquier minuto el
balazo mortífero día a día más inminente. Otras veces presenciamos la
transformación de nuestros familiares y amigos. Guardábamos de ellos
imágenes alegres y sanas; y de pronto se exhiben como si terremotos
interiores los hubieran sacudido para conducirlos a otros períodos
geológicos mientras caricaturistas satánicos deformaban aquellas
esbeltas figuras.
    Este fenómeno se hace más deprimente cuando transcurre mucho
tiempo de separación hasta los nuevos encuentros con esas personas.
A su vez, ellas, sin duda, piensan lo mismo en lo que a nosotros atañe.
Quienes hemos dedicado largos años a la enseñanza hemos encontrado
alguna vez a un viejecito que, con paso vacilante, avanzó para
decirnos: "¡Maestro! Cuánto tiempo sin vernos" Y no sabemos quién es
aquel amigo generoso y senil, de mucho menor edad que la nuestra.
   Al mismo tiempo, contemplamos, infortunadamente desde lejos,
cada día, frescos, arrogantes, ambiciosos, como quizás lo fuimos en el
pasado, a los hombres jóvenes y a las mujeres jóvenes de esta época,
    (6)   W. H. Auden Epistole lo a Godson, New York, Randow House, 1972.

dotados con los privilegios formidables derivados de la libertad, la fran-
queza y la espontaneidad mucho mayores imposibles de comparar con la
vida de antaño; abiertas para ellos ventajas que jamás nos fueron
otorgadas. Y aunque caigan, a veces, en excesos y en destemplanzas,
los envidiamos con una sana envidia, porque a pesar de todo su
mundo será mejor. He aquí, en suma, la tristeza y la esperanza más
hondas de la vejez.


     III  Sombras de muertos. Los Ara, Españoles,             chilenos,
     colombianos, irlandeses, indígenas. Tacneños.


    El recuerdo de los antepasados trata de infundir un contorno
legítimo a la autoridad y a lo que se llama "status", fenómeno muy
visible en las más variadas épocas de la historia con notorias
tendencias a la falsificación. Esto, paradójicamente, se acentúa cuando
nuevos grupos llegan a competir con la antigua aristocracia o cuando
surge los llamados "nuevos ricos". A veces, y así sucede en Estados
Unidos, ellos también buscan muy seriamente sus blasones más allá de
los peregrinos del Mayflower. Y ocurre en aquel país algo reversivo:
los mormones, en vez de que, por medio del pasado, otorguen honor y
autoridad al presente, buscan la verdad genealógica para exaltar a sus
muertos a través de un bautismo retrospectivo. En ninguna parte de
Norte América la genealogía es más valiosa que en Salt Lake City,
donde los documentos familiares son preservados con el mismo celo que
se otorgó a las momias de los Faraones; se les guarda en el fondo de
cavernas rocosas, inmunes frente a un eventual ataque con bombas
atómicas.
   A pesar de todo, reconozco que las investigaciones genealógicas
auténticas pueden ofrecer utilidad para los estudios históricos
nacionales y locales y de demografía.
    No ignoro que en nuestro tiempo y, con mayor fuerza, en los años
futuros, valores provenientes del trabajo del talento y del poder
político arrinconan y arrinconarán todavía más el respeto a la herencia
o al nombre. Sin embargo, hay algo de cierto en quienes creen que si
se evoca la vida de los antepasados, por encima de frívolas vanidades o
torpes engaños, es dable observar en ella, mejor que en cualquier otro
dominio, la prolongación de nuestra breve existencia en el ámbito más
vasto de la especie. Así se explica que según Goethe, el hombre pueda
concebirse como un "ser colectivo".
    Y, lejos de cualquier alarde, señalo que nuestra familia puede
jactarse de un complejo abolengo peruano republicano con vertientes
emanadas de los más diversos y hasta antagónicos orígenes. Es el
mismo caso de gran cantidad de gente en nuestro Perú.
    El cacicazgo mayor de Tacna, entre 1535, año de la llegada de los
españoles, hasta la Independencia perteneció a una sola familia que
tomó los apellidos siguientes: Catari, Caqui, Quea, Ara. A Diego Catari,
contemporáneo de Pedro Pizarro, el cronista, primer encomendero de
Tacna, padre de Martín Pizarro, sucedió su hijo Diego Caqui. El
patrimonio de éste incluyó gran número de cepas de viña, una bodega
para elaborar vino, una recua de llamas para el transporte de esta
producción al Alto Perú, huertas y sembríos en distintos lugares del
valle y dos fragatas y una balandra para la navegación entre Arica y
el Callao.
   En el "Testimonio de los autos seguidos en el año de 1728 para
comprobar que don Pedro Ara es descendiente legítimo de don Diego
Caqui" está incluido el documento suscrito el 18 de abril de 1588, que
expresa la última voluntad de él, "principal de este repartimiento del
pueblo de San Pedro de Tacna", encomienda de don Martín Pizarro (7).
Pidió Diego ser enterrado en la iglesia de dicho pueblo "junto a la peaña
del altar de Nuestra Señora". Por su alma debía decirse misa vigiliada
de cuerpo presente con sus responsos y una misa cantada con sus vigi-
lias y las ofrendas de cuatro botijas de vino y la cera que pareciese
conveniente y también de varias fanegas de trigo y cuatro carneros de
Castilla. A todo lo ya mencionado agregó sesenta misas de "réquiem"
por su alma y, además, cincuenta misas de réquiem por ella y por las
de sus padres difuntos en el monasterio de San Francisco de Arequipa
y veinte en la iglesia de Nuestra Señora de Copacabana, ubicada en el
Alto Perú. Diego Caqui reconoció que dejaba numerosas obligaciones a
sus herederos. A Andrés de Poruñera, carpintero de Rivera, no había
cumplido con abonarle dos mil y tantos pesos corrientes por obras
hechas en sus "barcos y fragatas". Otras deudas aludían a las
siguientes especies: harina, trigo y vino vendidos en Potosí; plata
recibida de aquel asiento mineral; hechuras del platero Juan Chunvilca;
ropa; cestos de ají encestados y empuyados. Además le faltaba hacer
diversos abonos a la Iglesia, incluyendo la correspondiente a la
sepultura de un carpintero. La forma de efectuar los pagos
respectivos era mediante entregas en dinero o en ají. Estas
referencias del testamento de Diego Caqui hacen pensar en la
toponimia de la palabra con que se denomina a un río de enorme
importancia para la vida de Tacna durante siglos, el Uchusuma. Uchú
significa ají y sumaq o suma quiere decir excelso, bello. El nombre
identifica, pues, a un río en cuyas márgenes o vecindad era
sembrado y cosechado una especie de ají de primera calidad.
    En cambio, deudores de Diego tenían que pagarle, entre otras
especies, cien carneros de la tierra y cien cabras portadoras de
mercadería de Castilla. Sus cuantiosos bienes incluyeron diversas
tierras con plantíos de viñas, quinua, trigo y maíz, cien ovejas de
vientre de la tierra, un solar de su casa y aposento, varios objetos de
plata, entre ellos una trompeta, todos marcados, un esclavo llamado
Antón y varias cosas más.
    Casado y velado con Inés Escurra, Diego dejó dos hijos legítimos:
Diego Ara y Pedro Quea. Además mencionó en su testamento a ocho
hijos naturales: Pedro Cata, Lázaro Lanchipa, Rodrigo Ccapac, Juan
Cocha, Alvaro Hulinique, Pablo Juan Lanchipa, Pedro Alo Capac y Martín
Quea. A éstos les dio como herencia las dos tercias partes del fruto de
la hacienda Para, viña que tenía más de treinta mil plantas.
Reconoció también a varias hijas naturales y les otorgó privilegios
derivados de la viña de Tocuco. Lo que produjera esa viña debía ser
entregado por un año a todos los indios e indias del repartimiento,
excepto los de Codpa, con el fin de que abonaran sus tributos y,
además, para lo que ellos quisiesen.
    Cuando falleció Diego Caqui en 1588, le sucedió como "principal del
repartimiento" su hijo Diego Ara, quien tuvo sólo un hijo de matrimonio,
Quedó él huérfano a los seis años de edad. Asumió el cacicazgo su tío
Pedro Quea y lo retuvo hasta fallecer. Mientras tanto, el legítimo
heredero, llamado Diego como su padre, era desposeído de sus bienes,
maltratado y vivía en tal desamparo que solicitaba limosnas. Encontró
el joven Diego un protector, cuyo nombre no se menciona y fue llevado por él

     (7) Las referencias hechas aquí en torno a la familia Ara han sido tomadas de los títulos de la
hacienda Para, que, en dos volúmenes encuadernados, guarda el Dr. Guillermo Gubbins Forero.
a Potosí. A la muerte de este hombre generoso, Diego Ara contaba más de veinte
años de edad y los principales del pueblo de Tacna, sabedores de su existencia,
le mandaron decir con los indios que viajaban frecuentemente a Potosí como
peones en las recuas de dicha villa, que, siendo el legítimo heredero del
cacicazgo, debía volver y reclamar sus derechos usurpados. Y así, el primer
domingo después de su llegada a Tacna y estando la iglesia llena, por ser
también el día de la doctrina, cuando acabó la misa, todos los principales del
pueblo, indios y viejos y el resto de la gente se levantaron y abrazándole le
aclamaron como legítimo y verdadero cacique. El usurpador Pedro Quea, había
dejado una hija sola a la cual, mediante la violencia, un cura había casado con
un indio chontal.
    Como a Diego Ara faltábanle recursos para su demanda contra este
farsante, entre todos los hijos de los viejos lo ayudaron y así fue el pleito a la
Audiencia de Lima, donde, habiéndose probado pertenecerle el cacicazgo, fue
despachada una provisión a los oficiales reales para que éstos se la intimasen
al corregidor, con pena de mil pesos de buen oro, para que diera a Diego
posesión del cacicazgo, como en realidad ocurrió. He aquí un lejano episodio, que
concuerda con el espíritu de la gente de Tacna en épocas posteriores.
    A Diego Ara le sucedieron su hijo Pedro y su nieto Carlos, este último casado
dos veces y con hijos en ambos matrimonios. Después del fallecimiento de su
hermano Santiago, heredó el cacicazgo Toribio Ara, cuyos derechos en la función
de gobernador y representante de los indios de Tacna le fueron reconocidos por la
Real Audiencia de Lima el 31 de agosto de 1802 (8). Se le expidió el título
respectivo con fecha 2 de setiembre de 1802. Del matrimonio de Toribio con María
Robles, natural de Chuquisaca que no aportó bienes a la familia, sobrevivieron
Manuela, Antonia y José Rosa Ara y Robles.
     Padre e hijo, José Rosa en 1811 y Toribio en 1813, colaboraron eficazmente en
las sublevaciones independentistas de Tacna, lo mismo que el cacique de Tarata
Ramón Copaja.
     El decreto expedido por Bolívar en el Cuzco el 4 de julio de 1825 extinguió el
título y la autoridad de los caciques; encargó a las autoridades locales el ejercicio
de las funciones por ellas ejercidas; y agregó: "Los antiguos caciques deberán ser
tratados por las autoridades de la República como ciudadanos dignos de
consideración en todo lo que no perjudique a los derechos e intereses de los demás
ciudadanos (9).
     Los beneficios anexos a los cacicazgos en lo que atañe al patrimonio que en
repartimiento se les hubiese asignado, no quedaron afectados. Fue así cómo
Toribio Ara dejó de ser cacique, pero siguió en la condición de propietario de las
tierras trasmisibles a sus hijos.


       (8) Gracias a una información de Carlos Alberto González Marín he podido consultar los manuscritos
que, adquiridos después de mi época, guarda la Biblioteca Nacional sobre las denuncias de Toribio Ara "cacique
principal y gobernador de los naturales" contra los abusos del Subdelegado español Tomás de Menocal y
algunos secuaces entre los que estuvieron su esposa y su suegra y los funcionarios menores a él obedientes.
Menocal trató de impedir el ingreso de Toribio a la "posesión justa y debida del cacicazgo como legítimo
sucesor con justo título y buena fe desde mis progenitores abuelos, mis padres, mis hermanos que lo
poseyeron quieta y pacíficamente el espacio de un siglo". Además, trató de despojarlo de sus bienes y de
quitarle la mita de agua que correspondía a sus tierras los días jueves en beneficio propio. Hacia marzo de
1793 lo mantuvo preso e incomunicado en la cárcel. Toribio denunció enérgica y reiteradamente los
múltiples abusos cometidos no sólo contra él sino contra todo el pueblo ante el Intendente de Arequipa,
Alvarez Jiménez. Este ordenó el 11 de abril de 1793 al Fundidor Francisco Antonio de Zela, recién llegado
al pueblo, que libertara a Toribio y pusiese remedio a la opresión denunciada. El expediente de la Biblioteca
Nacional está incompleto. Nótese la diferencia de fechas entre lo afirmado por Toribio y la que indican los
títulos de la hacienda Para reproducidos en el texto del presente ensayo, González Marín considera que las
tenaces protestas de Toribio pueden ser calificadas como el primer documento que antecede a la revolución de
Zela en 1811 en la que participó activamente José Rosa, hijo de Toribio.


 (9) Gaceta de Gobierno de Lima, Núm. 16, Tomo 8, 25 de agosto de 1825
En su testamento dejó constancia de que José Rosa no había sido leal en el
manejo del patrimonio familiar. Por esa razón favoreció a sus hijas, Antonia y
Manuela, si bien ordenó a ambas que por hallarse José Rosa cargado de
familia, lo atendieran (10).
      Falleció Toribio en Tacna el 22 de marzo de 1831. Vino en seguida un
litigio judicial. José Rosa planteó la nulidad del testamento como titular del
mayorazgo. La sentencia de segunda instancia expedida en Tacna el 15 de
noviembre de 1859 diferenció expresamente las dos instituciones, el mayorazgo
y el cacicazgo; o sea otorgó vigencia al testamento de Toribio.
    Al comparar los documentos de la familia, aquí mencionados, nótase una
visible reducción del patrimonio de los Ara a lo largo de los años, si bien
Carlos en el que suscribió el 6 de enero de 1784 mencionó no ya uno sino tres
esclavos, dos negros y un zambo; y pidió que, en beneficio de este último, se
abonara lo que costase su libertad. A comienzos del siglo XIX, de todos los
inmuebles señalados por Diego Caqui en 1723, el único de verdadera
importancia era la hacienda Para, que en la época de Carlos albergaba
cultivos de maíz y de ají, diez y ocho cabezas de ganado vacuno, catorce
terneras, cuatro ovejas y dos borreguillos. El Reglamento de Aguas para Tac-
na expedido el 16 de agosto de 1755 por el Corregidor y Justicia Mayor Dionisio
López de la Barrera y aprobado por el Virrey Manuel de Amat el 26 de agosto
de 1774, concedió a Pedro Ara el uso de ellas los días jueves desde que a la
luz del alba se pudiera leer una carta hasta que las sombras de la noche
hicieran imposible esa lectura. Dicho privilegio fue ratificado por resolución
judicial el 14 de junio de 1845.
    Con prescindencia de las ramas en que se dividió la familia Ara, interesa
aquí decir que Manuela Ara y Robles, hija de Toribio, fue esposa del coronel del
ejército libertador colombiano Manuel María Forero.
    A través de los apellidos chilenos Izarnótegui y Rosales a los que se
enlazó por su matrimonio mi bisabuelo José María Basadre y Belaúnde, de
origen español, miembro de una familia que optó por quedarse en el Perú
cuando terminó el Virreinato, aparece representada entre mis antepasados la
sangre común americana ligada a la génesis misma de la Emancipación en
1810. Juan Enrique Rosales, abuelo de mi bisabuela, doña Luisa Izarnótegui
y Rosales, formó parte de la primera Junta emancipadora formada en
Santiago aquel año.
    A su vez, mi abuelo Carlos Basadre Izarnótegui tuvo por esposa a
Concepción Forero y Ara, una de las muchas hijas del prolífico matrimonio
entre el coronel colombiano y la descendiente de caciques.
    Los dos apellidos de mi madre, Grohmann (alemán) y Butler (irlandés),
simbolizan a los modernos pobladores europeos que, sin peligrosos
separatismos, vinieron a fundar hogares en estas tierras. En el caso del
segundo, ello sucedió desde comienzos del siglo XIX en Tacna. Ocurrió algo
análogo con el primero, a mediados de aquella centuria en la misma ciudad.
Ambos, el abuelo y el tatarabuelo, llegaron para trabajar en comunes tareas,
de acuerdo con el mensaje promisor que el continente americano ha


(10) De Manuela Ara y Robles me ocupo en seguida Su única hermana, Antonia, casó con Manuel Calderón
de la Barca y contribuyó en mucho a la decisión adoptada por este patricio cuando el 11 de julio de 1813,
con el rango de Alcalde de primer voto del Ayuntamiento constitucional, optó por ser el principal secuaz de
la insurrección encabezada por los hermanos Paillardelle. Vencido este movimiento, trabajó al servicio de la
libertad en diversos lugares del Alto y del Bajo Perú hasta que en 1816 volvió a Tacna dentro de una
libertad vigilada. Sin embargo, cuando Miller llegó con sus tropas en mayo de 1821, se unió a éstas y las
acompañó en su retirada al norte por el mar. Vivió penosamente y el gobierno de Riva Agüero lo
destacó en una misión cuyo fin resultó trágico, ya que pereció con su familia al naufragar, a la altura de
las islas de Chincha, el barco que los conducía.
significado ante millones de hombres y mujeres desde el siglo XVI. Y si, en la
guerra con Chile, mi padre, estudiante de la Escuela de Ingenieros, combatió en
Miraflores en enero de 1881, dos jóvenes primos hermanos suyos —Federico y
Armando Basadre Castañón— murieron el 7 de junio de 1880 en el Morro de
Arica, teniente y subteniente en el batallón Artesanos de Tacna, respec-
tivamente (11).
     Estamos además, muy cerca, como tantos otros lo están, por lazos de
parentesco próximo o lejano o, sencillamente, de terruño y de tradición, de
convivencia y de cordialidad que se proyectan, en unos casos a muchas y, en
otros a pocas generaciones, a los Caqui, Quea y Lanchipa, aborígenes de esas
tierras desde tiempo inmemorial; y a los Pizarro que descienden de los primeros
pobladores españoles. A los Cutipa, a los Mamani, a los Cusicanqui, oriundos de la
campiña. A las dinastías democráticas de los Rejas de Pachía. A los Ticona, uno de
los cuales le dijo en 1925, cara a cara, al Embajador de Estados Unidos en
Santiago, lo que ocurría con los tacneños y ariqueños. A los de Zela, presentes
siempre en el recuerdo y en el orgullo de los tacneños, a los señoriales y
desaparecidos Rospigliosi, a los Pomareda, a los Vigil, a los Villena, a los Vildoso,
a los Carbajal, a los Eyzaguirre, a los Albarracín, a los Cáceres, a los Céspedes, a
los Nalvarte, a los Marín, a los González, a los Santana, a los Taillacq, a los
Sañudo, a los Quelopana, a los Auza, a los Arce, a los Salieres, a los Salinas, a los
Molina, a los Gómez, a los Valverde, a los Jiménez, a los Correa, a los Barrete, a
los Quina, a los Landa, a los Robles, a los Mantilla, a los Martínez, a los Quijano, a
los Freyre, a los Benavides, a los Zevallos, a los Zegarra, a los Vásquez, a los
Saravia, a los Barrios, a los Berríos, a los Mena, a los Marca, a los Liendo, a los
Castañón, a los Gil, a los Téllez, a los Saona, a los Valdés, a los Zapata, a los
Vargas, a los Méndez, a los Butrón, a los Bustíos, a los Beytía, a los Girón, a los
Sologuren, a los Fábrega, a los Oviedo, a los Allende, a los Vera, a los Osorio, a los
Sotomayor, a los Barrón, a los Palza, a los Portocarrero, a los Valle Riestra, a los
Linares, a los Paniagua, a los Carrasco, a los Inclán, a los Vidal, a los Hurtado, a
los Arias, a los García, a los Dávila, a los Céspedes, a los Siles, a los Manzanares,
a los Palomino, a los Diez, a los Pastrana, a los Montero la, todos ellos y otros, a
ellos equiparables, con raigambre en la ciudad y en sus aledaños. A los
Cornejo que son muchísimos y entre ellos hay morenos y blancos y bellas
mujeres. A los Vega, que son de Tarata pero con muchas ramificaciones en
Tacna. A los que descienden de alemanes como los Vischer, los Wiesse, los
Freuden-hammer, los Neuhaus, los Falkenheimer, los Thiel, los Koster, los Riesle,
los Koch, los Reliman, los Burchardt. A los que descienden de ingleses como los
Stevenson, los Campbell, los Ledgard, los Finlayson, los Harrison, los Nugent, los
Utram, los Jones, los Page, los Salkeld. A los que descienden de franceses como
los Bebin, los Metraux. A los que descienden de italianos como los Cafferata, los
Bacigalupo, los Bocardo, los Capellino, los Cavagnaro, los Carlevarino, los Viacava,
los Raffo, los Rebosio, los Bocchio, los Lombardi, los Ferrari, los Bollo, los Cassareto,
los Pescetto, los Luzio, los Vaccaro, los Banchero, los Muzzo, los Tavolara, los
Trabucco, los Solari. A los que descienden de españoles como los Casanova, los
Pons, los Irriberry, los Gallegos, los Espada, los Lapeyre. A los que reposan en el
cementerio de la ciudad; o en la senda de las recuas en el tráfico a Bolivia; o en
las pampas que aguardan en vano con las fauces abiertas, desde hace siglos, la
irrigación; o en el campo de Intiorco a donde se arrojó a los muertos por la
fiebre amarilla en 1869 y a donde se luchó no sólo en 1880 sino también en la
guerra civil de 1842. A los que no vieron otro horizonte que el del paisaje local y
en él se quedaron como habiendo echado raíces, y a los que fueron aventados
por el ciclón de las discordias internacionales a lejanos parajes para lograr en
unos cuantos casos la prosperidad y la mayoría de las veces, la mediocridad o
la miseria. A los que fallecieron pronto con la ilusoria aureola de juventud o a los
que murieron demasiado tarde. A los que vieron y protagonizaron las luchas por
la independencia, las discordias, las facciones, la guerra del Pacífico, la
ocupación, la entrega mutilada de 1929, el abandono, después de ella, el
renacimiento demasiado fugaz y no esencial, las ulteriores y tenaces
negligencias y las siempre vivas esperanzas de progreso y desarrollo.


    IV            La chilenización. La Voz del Sur y los hermanos
    Federico y José Barreta. El Tacora y el heroico y olvidado Roberto
    Freyre. El Himno de Tacna. Condones de protesta. Una administración
    represiva aunque proba. Tacneños peruanos y faénenos chilenos. La
    tía Elvira.


    Una férvida expresión colectiva resultó el saludo de los pobladores de la
ciudad y el puerto vecino al llegar el general Roque Sáenz Peña a este
puerto con ocasión de su viaje a Lima como invitado de honor con motivo
de haber sido erigido el monumento a Bolognesi. En un gesto de solidaridad
con las ceremonias llevadas a cabo entonces en Lima, un grupo de ariqueños
subió una noche al morro, robó uno de los cañones peruanos que todavía
estaban abandonados en la cima; y, después de increíbles peripecias, logró
despacharlo clandestinamente a Lima. Por desgracia, no fue colocado junto al
monumento a Bolognesi. Se le envió indiferentemente al museo para que
yaciera allí en el olvido y se perdiese.
     Las muestras visibles de fervor protestatario no emergieron únicamente en
los días de liturgia cívica. Don Pedro Montt, hijo del eminente Manuel Montt, fue
elegido Presidente de Chile en 1906. Uno de los temas incluidos en su
plataforma electoral, la construcción de un ferrocarril longitudinal a lo largo
del norte del país, afectó a toda la región de Tacna y Arica. Don Pedro decidió
visitar esa controvertida zona. Un arco de triunfo fue erigido para celebrar
su llegada a nuestra ciudad natal al lado del edificio de la Intendencia, es
decir, casi al frente de nuestro hogar. Resultó notorio que la recepción al jefe
del Estado chileno en torno a dicho arco, estuvo acompañado por una
concurrencia muy escasa. Algunos días más tarde, llegó Carlos Forero con
motivo de su candidatura a la representación parlamentaria por el
departamento de Tacna Libre, la zona vecina al área ocupada por los vence-
dores de 1883. Una entusiasta multitud le rodeó en su paso por las calles.
El Presidente Montt se había enfermado y hallábase descansando en un hotel.
Al llegar los manifestantes a esa cuadra, guardaron estricto silencio. Los
gritos que aclamaban al Perú y a Forero reanudáronse sólo en la calle
siguiente. La enfermedad de don Pedro resultó muy grave y se hizo necesario
que entregase su investidura al Vice Presidente de la República para viajar a
Europa en busca de la salud. Falleció en Bremen, antes de que hubiese
terminado su período de gobierno.
    Al fallecer el vicario de Tacna José Félix Andía, el Intendente Máximo R.
Lira ordenó la clausura de los templos de San Ramón y del Espíritu Santo en
aquella ciudad por encontrarse acéfala la parroquia, ya que negóse a
reconocer al cura vicario interino José María Flores Mestre, nombrado por el
Obispo de Arequipa, hasta que lo aprobara el gobierno de Chile.
    Simultáneamente mandó poner en custodia del juez de letras de Tacna el
archivo de la parroquia. Pero ya los libros de bautismos, matrimonios y
defunciones de Tacna y Pachía desde mediados del siglo XVIII habían sido
ocultados por los sacerdotes peruanos con la ayuda de algunas familias


(11) Marcelino Várela, "Relación nominal de los señores jefes y oficiales muertos en el combate de Arica el 7
     de junio último pertenecientes a la 7a. división del ler. Ejército del Sur", reproducida en Gerardo
     Vargas H, La batalla de Arica, Lima, Imprenta Americana. 1921, pág 370
tacneñas; y el juez chileno se incautó sólo de los libros de confirmaciones,
capellanías, estipendios de misas, mandas, inventarios y otros análogos. En el
traslado de estos documentos de la casa cural a otras y en el envío secreto
de ellos primero a Arica y luego a Lima y al Obispado de Arequipa,
intervinieron muchas personas, algunas connotadas como doña Rosa Legay de
Trabucco y el jefe de la agencia marítima Nugent, don Eduardo Hogez Nugent,
así como gentes humildes y anónimas. Por eso se salvaron los libros
parroquiales que años más tarde, en 1925 y 1926, el gobierno peruano
manejó para tener una relación exacta de los nacidos en el territorio
plebiscitario.
    Con motivo de la clausura de las iglesias, el cura J. M. Flores Mestre
presentó una querella ante el juez letrado; pero éste le exigió que
acreditase su personería. En cuanto al inventario y guarda del archivo
parroquial, la Corte aprobó que continuara en el juzgado. Los curas peruanos de
Tacna y Arica, desalojados de las iglesias, abrieron diversos oratorios particulares
en noviembre de 1909; pero no por mucho tiempo.
     En febrero de 1910 el Ministro de Relaciones Exteriores chileno Agustín
Edwards, autorizó al Intendente Máximo R. Lira para que los expulsara del
territorio por desconocer las leyes y ser elementos de discordia. Así fue ordenada
en marzo la salida de los presbíteros J. M. Flores Mestre, Vitaliano Berrea, José
Félix Cáceres, Esteban Toeafondi, Mariano Indacochea Zevallos, Francisco Quiroz y
Juan G. Guevara, Berroa y Guevara pidieron garantías a la Corte de Tacna,
después de alegar que se les condenaba sin que hubiera sentencia
ejecutoriada. La Corte resolvió favorablemente este pedido. Ambos regresaron del
territorio peruano al viajar de Sama a Para. El Intendente entabló competencia al
tribunal, que optó por remitir el caso al Consejo de Estado. Los dos sacerdotes
decidieron entonces dirigirse a la ciudad, con cuyo fin solicitaron públicamente un
coche de plaza. Apresados, fueron conducidos con una escolta de policías a la
frontera por sendas especiales para evitar que el pueblo de Tacna cumpliera con
su propósito de hacerles manifestaciones de simpatía. La expulsión de los
sacerdotes peruanos de Tacna y Arica dio lugar a la ruptura de las relaciones
diplomáticas entre el Perú y Chile.
     El culto religioso quedó suspendido en ambas ciudades y en toda la zona
desde marzo de 1910 y el gobierno chileno estaba resuelto a impedir que lo
ejercieran sacerdotes peruanos. Los tacneños y ariqueños peruanos se quedaron
sin misas, confesiones o comuniones. La Santa Sede, que se había negado a
mutilar o reducir el Obispado de Arequipa, autorizó, sin embargo, en 1910 el nom-
bramiento de un vicario castrense para el ejército y la armada chilenos. La
elección recayó en el presbítero Rafael Edwards, cuyo fervor patriótico era más
hondo que sus deberes religiosos. Una ley de febrero de 1911 dio su organización
propia al servicio castrense con un número variable de capellanes. La misma ley
consideró como auxiliares de las fuerzas armadas al personal de la admi-
nistración pública de la provincia de Tacna; a los empleados y jornaleros de los
talleres y obras que por cuenta o con garantía o protección del Estado se
establecieron o realizasen en la misma provincia; y a los colonos enviados a
Tacna por el gobierno. Los capellanes fueron facultados, en junio de 1911, para
usar las iglesias cuyo rector se hallase ausente, previo inventario y declarándose
ellos mismos depositarios de los objetos de culto. El Obispo de Arequipa, que no
había autorizado esos actos, declaró en entredicho todas las iglesias y oratorios
públicos de las vicarías foráneas de Tacna y Arica hasta que se dejara expedito el
ejercicio de la jurisdicción ordinaria y se permitiese a los legítimos párrocos el libre
desempeño de su ministerio (12). No faltó más tarde, en Lima, algún sacerdote


(12) J. Vitaliano Berroa. EL problema religioso durante la ocupación chilena de las provincias irredentas de la
    diócesis de Arequipa. Lima, Talleres Gráficos "La Confianza", 1957. Publicado por Mons. Francisco Rubén
    Berroa, Obispo de Ica Raúl Palacios Rodríguez, ob. cit. págs. 82-104.
que, en la confesión, reprendiera con dureza a mujeres tacneñas porque no
habían ido a misa ni habían comulgado durante largo tiempo. Ignoraba tanto la
pequeña historia local como la historia internacional y diplomática americana de
aquellos días.
     La guarnición militar de Tacna que antes de 1911 se componía del regimiento
"Rancagua" y los zapadores "Atacama", después de ese año creció con el
regimiento de infantería "O'Higgins", los "Lanceros del General Cruz" y el
regimiento de artillería 'Arica", admirables en su prestancia y en su disciplina.
Gran interés revelaron también las autoridades chilenas por desarrollar los es-
tablecimientos de instrucción pública. Eran ellos, en 1911, un liceo para niñas y
otro para niños, una escuela profe le se había puesto en vigencia un eficiente
sistema escosional para mujeres, dos escuelas superiores y once públicas. Estas
entidades deben ser calificadas como magníficas desde el punto de vista
pedagógico, ya que en Chilar alemán. Los directores de dichos establecimientos
pro curaban ganarse a la causa de su país a los alumnos más distinguidos y en
algunos casos les ofrecían becas en Santiago. El himno nacional chileno se
cantaba diariamente en los liceos.
     De mayo a diciembre de 1911 la población peruana en Tacna y Arica y,
especialmente, en Tarapacá afrontó nuevos días de prueba. Habíase conservado y
aumentado en Iquique y otros lugares de esta última provincia una numerosa y
laboriosa colonia de connacionales nuestros. Tenía ella una sociedad de
beneficencia, una compañía de bomberos, un club social y un diario, entre otras
entidades. Hubo inclusive una literatura peruana tarapaqueña. Eran
muchísimos los trabajadores compatriotas en las salitreras, sobre todo
oriundos de Arequipa. Una Liga Patriótica chilena, formada rápidamente, comenzó
a insultar y a atacar con furia a toda esa buena gente. Los obreros fueron
expulsados de las salitreras, "barridos" como dijo entonces un diario de
Valparaíso. Ello redundó en una crisis por la falta de brazos. Las instituciones
quedaron destruidas entre gritos, pedradas y balas. El cónsul Manuel María
Forero que servía en este cargo gratuitamente y cuyo hogar y cuya oficina
fueron atacadas, sin garantías para su persona ni para su familia por el odio de
las turbas, se asiló en el consulado británico de donde ellas quisieron extraerlo
por la fuerza y hallóse ante la necesidad inevitable de abandonar Iquique, En
Tarapacá, como en Arica y Tacna, muchos jóvenes tuvieron que emigrar porque
fueron llamados al servicio militar obligatorio.
    El 18 de julio de 1911, unos ochocientos trabajadores del ferrocarril de Arica
a La Paz enviados a Tacna para una manifestación nocturna, ya que en esta
ciudad era imposible reunir una masa similar, asaltaron y destruyeron, durante
más de cuatro horas, las imprentas que publicaban los dos diarios peruanos La
Voz del Sur y El Tacora, situadas a muy pocas cuadras del cuartel de la policía.
Así cumplieron con lo anunciado en uno de los cartelones que portaban: No
queremos más panfletos, Ni más Freyres ni Bárrelos. Y como si tales hazañas no
fuesen suficientes, entraron al Club de la Unión, centro social donde se reunía la
población de la misma nacionalidad, hicieron añicos el mobiliario y dañaron
gravemente el local (13).




(13) Como los socios siguieron frecuentando este edificio semidestruído, fueron notificados en noviembre de ese
    mismo año por el jefe de la guarnición, general Vicente del Solar, cuyos vínculos con los sucesos del 18 de
    julio resultaron evidentes, para que procedieran a clausurar esas puertas y apagar esas luces. El
    mismo general obligó al gerente del Banco de Tacna, don Artidoro Espejo, delegado del gobierno
    peruano, a renunciar su cargo, después de colocar un pelotón de soldados armados en la puerta del
    banco Sobre la destrucción de los dos diarios de Tacna y el cierre del Club de la Unión, ver Raúl
    Palacios Rodríguez, ob. cit págs. 104123.
La Voz del Sur apareció en 1893 propiciado económicamente por Guillermo E.
Billinghurst y tuvo como director a Ernesto Zapata y luego a Modesto Molina. En
1898 asumió el mismo cargo José María Barreto en estrecha colaboración con su
hermano Federico (14).
     Los Barreto eran dueños, acaso, de mayor calidad intelectual que Freyre.
Habían sido dirigentes de un grupo literario, la "Bohemia Tacneña", a fines del
siglo XIX, cuya revista Letras atrajo en 1896 la colaboración de grandes figuras
de América española como Rubén Darío, Rodó, Manuel Ugarte y otros. También
escribieron allí Ricardo y Clemente Palma y José Santos Chocano, Federico,
nacido en 1872, poeta romántico con tendencias al erotismo y también ardoroso
patriota, recibió hace pocos años un gran homenaje de su terruño cuando, por
iniciativa del Alcalde Rómulo Boluarte, fueron repatriados sus restos desde
Marsella, ciudad donde falleció en 1929. Mucho menos leído, José María, tres
años mayor, pues nació en 1875, cultivó un tipo de prosa ágil, sagaz, agradable.
Años después de haber emigrado de Tacna, fue enviado a misiones diplomáticas
en América y Europa y publicó en El Comercio de Lima amenas crónicas con el
seudónimo de "Rene Tupie". Bajo el comando de ambos hermanos, La Voz del Sur
tomó algo estilo del diario decano de la capital; y, sin mengua de su intenso
fervor patriótico, trató de hacer un periodismo circunspecto. Constantemente,
otros tacneños prominentes reforzaron, con o sin firma, a La Voz del Sur en su
polémica cotidiana con las autoridades chilenas y con el diario El Pacífico en el
que colaboraron el propio Intendente Máximo R. Lira y además personalidades
como Antonio Subercasseaux, Abraham Konig, Anselmo Blanlot Holley, Emilio
Rodríguez Mendoza.
   Don Andrés Freyre Fernández, de tanta importancia en la historia de la
imprenta en Tacna, tuvo seis hijos; Andrés que fue militar con hazañas en las
campañas de Tarapacá y de la Breña, Carolina, Clorinda, Ricardo, Eloísa y
Roberto.
     Las obras dramáticas, poéticas y narrativas de Carolina son bastante
conocidas. De su matrimonio con el periodista boliviano Julio Lucas Jaimes,
cónsul de su país en Tacna durante un tiempo, nació el gran poeta Ricardo
Jaimes Freyre que fue, además, diplomático y estadista de notable
actuación. En cambio, las poesías de Clorinda, editora de El Ramillete (1889) en
la imprenta de su padre, han quedado en un nivel local.
    La Revista del Sur que Andrés Freyre publicara desde 1866, la cerraron
los chilenos en 1880. En su reemplazo apareció desde 1882 El Tacara, cuya
dirección ejercieron inicialmente el mismo Andrés y, desde 1909, su hijo Ro-
berto Freyre Arias, nacido el 11 de mayo de 1870. Del peruanísimo espíritu de
este diario de combate inmensamente popular, hemos visto una joya: una
cartulina que puede caber en el bolsillo y lleva el almanaque para 1902 a un
lado y el altanero "Himno de Tacna" de Modesto Molina al otro. El Tacara
tuvo, junto a una sección editorial con informaciones alentadoras sobre la
reconstrucción y el progreso al Perú y críticas implacables a las autoridades
de la ocupación, hirientes y jocosas letrillas que no perdonaban al
Intendente, los jefes militares o a los funcionarios judiciales o
administrativos. La venganza no tardó en funcionar. El 28 de noviembre de
1910, un grupo de asaltantes forzó las puertas del diario en la céntrica
calle San Martín, a dos cuadras del cuartel de policía, saqueó la casa
habitación de la familia Freyre y maltrató a las personas que allí se
encontraban. La venerable dama Juana Arias de Freyre, que contaba ochenta
y nueve años de edad y estaba enferma e imposibilitada de moverse, fue
golpeada y arrastrada por el pasadizo. Los tipos y accesorios de la

(14) Carlos Alberto González Marín "Breve historia del periodismo peruano en Tacna", en Boletín Bibliográfico,
     Lima, diciembre de 1965.
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  • 1. INFANCIA EN TACNA* "Todos somos jóvenes ante la vida y el paso de los años es, una marcha hacia el territorio del enemigo" Henry James "Entre Bremen y Nápoles, entre Viena y Singapore he visto más de una linda ciudad; ciudades junto al mar y ciudades en lo alto de las montañas; y, peregrino, de alguna fuente he tomado un trago del que luego se me formó el dulce veneno de la nostalgia”. "Pero la ciudad más hermosa de todas las que conozco es Calw, a orillas del Nagold, una ciudad suaba, pequeñita, antigua de la Selva Negra. "Si ahora vuelvo por acaso a Calw, voy bajando lentamente desde la estación, por delante del templo católico, por delante del "Adler" y del "Waldhorn", y, avanzando por la calle del Obispo, sigo, riberas del Nagold, hasta el "Weinsteg", o bien hasta el "Brühl"; luego cruzo el río y, por la calle baja de Curtidores (1), subo uno de los empinados callejones laterales hasta la Plaza del Mercado, paso bajo el Pórtico de la Casa del Concejo, continúo ante las dos enormes y viejas fuentes, echo una mirada a lo alto, hacia los antiguos edificios del Instituto Latino, oigo cacarear las gallinas en el huerto del "Kannenwirt", me encamino de nuevo hacia abajo, pasando ante el "Hirsch" y el "Rossle", y me demoro un buen rato en el puente. Este es el lugar que más quiero de la pequeña ciudad. Frente a él no es nada para mí la plaza de la Catedral de Florencia. "Si ahora, sobre el bello puente de piedra, miro desde el río hacia abajo y hacia arriba, veo casas de las que no sé quién vive en ellas. Y si en una de esas casas se asoma una linda muchacha -que siempre las ha habido en Calw-, no sé cómo se llama. "Pero hace treinta años, tras esas numerosas ventanas no había muchacha, ni hombre, ni vieja, ni perro, ni gato que yo no conociese. Por el puente no pasaba carro ni trotaba rocín del que no supiera a quién pertenecía. Y así, todo me era conocido: los muchos chicos de la escuela, y sus juegos, y sus apodos, las panaderías y sus artículos, los carniceros y sus perros, los árboles y, encima de ellos, las mariquitas de mayo y los pájaros y los nidos y las varias clases de uva espina que había en los huertos. "De ahí le viene a Calw esa rara belleza. No necesito describirla, porque está en casi todos los libros que he escrito. No habría tenido que escribir de ella si me hubiese quedado a vivir en ese hermoso Calw. Cosa que no me estaba destinada. * El texto de este ensayo difiere sustancialmente del que apareció en un lindo opúsculo publicado en 1959 por Pablo L. Villanueva. El cuidado de aquella edición estuvo a cargo de Sebastián Salazar Bondy. (1) Traduzco convencionalmente Ledergrasse, calle o calleja del Cuero, o de los Cueros, que bien puede equivaler a Curtidores. Otros nombres como Adler (El Águila) Waldhorn (El Cuerno de Caza) etc., que son, sin duda, denominaciones de fondas o puntos llamativos del lugar, los dejo sin traducción (N. del T)
  • 2. "Pero cuando ahora, lo que desde la guerra se ha ido repitiendo con intervalos de unos cuantos años, vuelvo a detenerme por un cuarto de hora en el pretil del puente sobre el cual, siendo muchacho, eché mil veces el hilo de mi caña de pescar, siento profundamente y con una extraña emoción todo lo hermoso y singular que fue para mí esa experiencia: haber tenido alguna vez una patria; ha- ber conocido alguna vez, en un pequeño lugar de la Tierra, todas las casas y sus ventanas y todas las gentes que estaban tras ellas Haber estado ligado alguna vez a un determinado lugar de la Tierra, como el árbol con raíces y vida, está ligado a su lugar. "Si yo fuera un árbol, estaría aún allí. Pero no puedo pretender cambiar lo que ya fue. Esto lo hago, a las veces, en mis sueños y en mi creación literaria, sin aspi- rar a hacer lo mismo en la realidad. "Ahora, de cuando en cuando hay alguna noche en que siento nostalgia de Calw. Pero si viviera allí, a toda hora del día y de la noche, tendría nostalgia del lejano tiempo hermoso de treinta años atrás, que ha mucho huyó deslizándose bajo los arcos del puente viejo. Eso no estaría bien. De los pasos que se han dado, y de las muertes que hemos muerto, no hay que arrepentirse. "Sólo de vez en cuando puede echarse una mirada por allí, vagar por la calle de los Curtidores, pararse un cuarto de hora en el puente; aunque sea tan sólo en sue- ños y aunque no se haga muy a menudo". Hermann Hesse (1918)
  • 3. "La sangre, ese frágil árbol escarlata que llevamos adentro..." Sir Osbert Sitwell I En la Plaza. La pila y la Guía Azul Hachette. El espacio hállase subordinado al tiempo. Doña Carlota, maestra peruana. Genoveva y Natividad: Penas y gentiles. El "jorobadito". Canciones de moda. La vida cotidiana. La ciudad. El tren. El minifundio. La Alameda. Angostos canales. La quinta de doña María Tinajas. Recordar. Raíces en la tierra. Los recuerdos de la infancia en Tacna en los días de la ocupación chilena no son para mí una serie de hechos, o de rostros, o de panoramas eslabonados sistemáticamente en el tiempo. Superviven, más bien, dentro de un vasto conjunto indiferenciado, como el mar aparece ante los ojos de quien lo contempla desde una playa o desde un barco. Se mezclan dentro de ese todo el hogar, la familia, la ciu- dad natal, los amigos, cosas que ocurrieron o que oí relatar, sucesos en los que participé o que vi, o que creo existieron, sentimientos o impresiones cuyo aroma aún me sirve de compañía, mezclados con fragmentos de experiencias más recientes. Mi vieja casa familiar con su fachada de piedra, que el afeite de una pintura sacrílega mancilló no hace mucho tiempo, ubicábase en la plaza Colón, en una esquina. Al lado derecho veíamos a la Catedral, entonces inconclusa, pero con sus dos torres, erectas como si fueran mástiles orgullosos sobre un barco varado sobreviviente de alguna, silenciosa tempestad. Está hecho aquel edificio con el rosáceo sillar tacneño, más hermoso aunque menos conocido que el blanco de Arequipa. La Catedral de cuarzo con su casto domo ha escrito el poeta Guido Fernández de Córdoba. Hoy, ella ha sido, al fin, terminada con algunos cambios en relación con el proyecto inicial. Más alta y más grande que la de Lima donde el barro no está ausente, la rodea un espacio libre poco común, es decir no la circundan calles estrechas. Deja, en conjunto, una impresión fría pero imponente. En la otra esquina de nuestro hogar veíamos, en cambio, algo mucho más prosaico y siempre lleno de actividad el sobrio local donde funcionaban la autoridad política de la provincia, la Corte de Apelaciones y el Correo. La plaza asóciase también en mi recuerdo con dos palmeras solitarias, una delante de la Catedral y otra en la glorieta con la estatua de Cristóbal Colón obsequiada por la siempre poderosa colonia italiana en 1892; monumento que, imitando al personaje en él simbolizado, ha hecho ya tres viajes en la ciudad y pronto efectuará, según esperamos, el cuarto y último. Evoco también las acacias y el jacarandá del jardín cerrado por una reja de fierro y la pila que trazó y construyó la firma francesa de Gustavo Eiffel. No es hiperbólico calificar a la pila, sobreviviente incólume del antiguo régimen peruano, como una joya. Cada vez que vaya Tacna, cumplo con el deber de ir a visitarla, Con sus seis metros de alto, es armoniosa y redonda y se diferencia mucho en sus variados ángulos, sin que se deteriore la armonía y la gracia del conjunto. En la parte superior brotan como de un ánfora, múltiples y delgadísimas
  • 4. hilos de agua. Luego hay una fuente, gracias a la cual se renueva con igual finura, la marcha armoniosa de ellos. Más abajo, cuatro niños están de pie y se dan la mano. También aparecen figuras de pescados y se ve una taza más grande orlada por símbolos ornamentales marinos de los que emanan unos veinte pequeños conductos por los cuales se sigue expandiendo el delicado follaje acuático. Vienen, ya en otro plano, cuatro figuras femeninas, de perfil clásico, en don osas actitudes, atadas entre sí, con los pechos descubiertos. Sus túnicas llegan a las esbeltas pier- nas y dejan los pies desnudos. Representan quizás a las cuatro estaciones o a símbolos del poder fructificador de la tierra. Junto a ellas van cayendo los chorros sutiles del líquido vital en la dirección de una gran taza. Estas mujeres simbólicas tienen sus brazos en actitudes diversas y el talante de cada una es pensativo. Hállanse junto á unos tritones, de cuyas fauces también brota el agua hacia el último y más vasto nivel de la pila. Jamás hay aquí un ruido excesivo. Percíbese, más bien, un murmullo discreto del que emerge una sensación dulce e inalterable dé sobriedad y de elegancia No obstante mi admiración por la pila, he leído con amargura no hace mucho tiempo en la famosa Guide BLeu de la librería Hachette de París correspondiente a 1975 sobre el Perú y La Paz, menos de una página dedicada a Tacna (la obra tiene 315); Y en ella el curioso del mundo entero halla apenas lo siguiente: "Esta ciudad no tiene gran cosa que ofrecer al turista de paso, quien se deberá contentar en la Plaza de Armas con una fuente de bronce fabricada en Bélgica e instalada en 1869" (l). Es éste de un manual cuya circulación es enorme y su texto despectivo acusa severamente a los dirigentes del turismo en el Perú cuyo ramo ha sido elevado por el gobierno actual al más alto nivel: el de un Ministerio. Desde aquí hay también un indignado grito acusatorio. ¿Por qué las espléndidas aguas termales de Calientes son un rincón sucio y abandonado y no han hecho surgir a su alrededor un hotel con amplias facilidades no únicamente sanitarias sino deportivas y recreativas, es decir un lugar de atracción que bien hubiera podido superar al estupendo "motel" chileno de Azapa? ¿Por qué no han sido descubiertos y utilizados otros lugares placenteros en la campiña? ¿Por qué no existe una guía histórica y descriptiva de la ciudad, orientadora en relación con sistemáticos paseos a lugares de interés incluyendo a alguna de las bellas quintas de antaño? ¿Por qué ha habido silencio ante el esfuerzo del ingeniero F. Corante, cuyas fotos y "maquetas" ya son los pilares de un hermoso Museo de la Tacneñidad? ¿Por qué se hostiliza o se ignora al Grupo Teatral Tacna? ¿Por qué no se expande la biblioteca hasta convertirla en un centro de documentación sobre toda la zona del cono del Pacífico Sur que atraiga a estudiosos dé Chile, Bolivia y el Perú cuando menos, bajo los auspicios de la Junta de Cartagena, de la Organización de Estados Americanos y de Naciones Unidas? ¿Por qué no se desarrolla la obra de la Universidad hasta el punto de que impregne la vida diaria citadina? ¿Por qué no se reconstruye alguna de las grandes mansiones del próspero siglo XIX, tal como se ha hecho con no pocas en Arequipa, Trujillo, Ayacucho y otras ciudades? ¿Por qué no se convoca a una asamblea de tacneños representativos de la que pueden emerger distintas sugerencias con la finalidad de dar nueva vida a la tierra de Zela, Vigil e Inclán? El espacio hallase subordinado al tiempo. Después de abandonar, junto con los míos, nuestra casa solariega en 1912, cuando apenas había cumplido nueve años, volví a encontrarme delante de ella sólo en 1925, en que regresé a Tacna con motivo del plebiscito; pero sólo la vi de afuera, porque era entonces un casino militar chileno. En 1931, cuando Tacna había sido incorporada al Perú, atravesé su umbral de nuevo, después de diecinueve años. Funcionaba allí la oficina de la Caja de Depósitos y Consignaciones. Ahora sirve como local para el Banco de la Nación. Con sorpresa constaté que, en realidad, los patios, las habitaciones y los corredores eran mucho más pequeños de lo que creía. La memoria, sea porque la edad y la (1) Les Cuides Bleus Hachette. Pérou. La Paz. París, Hachette, 1975, pág. 266.
  • 5. estatura influyen en la mente, sea porque la perspectiva de los años y la distancia agrandan las cosas, había cambiado la dimensión de esos lugares en los que tantos años viví y que tan familiares me habían sido. Oficialmente las escuelas peruanas habían sido clausuradas en 1900, porque en ellas se incumplía uno de los artículos de la ley chilena de 24 de noviembre de 1860, por la que la instrucción primaria debía darse bajo la dirección del Estado y la enseñanza de la geografía y de la historia de aquel país era obligatoria (2). Asistí a una escuela de primeras letras y de educación primaria, que bajo el nombre de "Liceo Santa Rosa" usado antes por otro plantel, regentaba la señora Carlota Pinto de Gamallo, en su casa particular, en la misma plaza donde vivíamos. La enseñanza que doña Carlota, an- tigua maestra peruana, junto con don Pedro Quina Castañón, impartía a un grupo muy reducido de niños, presentaba, para nosotros, las apariencias de la clandestinidad. Experimentábamos la sensación de ir a clases día a día como quien va a algo prohibido. Hasta los policías de las esquinas conocían, sin duda, la existencia de ese centro escolar; pero como era pequeño y aislado, habían decidido tolerarlo. No recuerdo exactamente lo que me enseñaron, salvo que usé el libro chileno —¡chileno!— de Abelardo Núñez y que deletreábamos en coro. No va en contra de mi cariño y de mi gratitud por doña Carlota, anotar que, cuando viajé a Lima, a los nueve años, sabía leer muy bien, pero, como buen zurdo, sólo podía escribir con la mano izquierda. Sospecho que tuve como verdaderas maestras a mi madre y mi hermana Luisa y también a mi nodriza Genoveva Salinas. El cariño ciego y absoluto de ésta, independiente de que yo fuese buen mozo o feo, popular o aislado, famoso o desconocido, venció al tiempo, a la ausencia, a las mudanzas de la fortuna. Tampoco he olvidado a la morena Natividad, una vieja doméstica afectuosamente incorporada, de hecho, a través de muchos años, como Genoveva, a la familia. Natividad nos dejó muchos recuerdos. Entre ellos, el de su actitud cuando vio por primera vez el teléfono, el fonógrafo, la bicicleta y la máquina de escribir. En cada uno de esos momentos, se limitó a decir: "Lo que inventan los gringos para ganar la plata". Y en estas palabras juntábanse la sorpresa y el desdén. (2) Las escuelas peruanas en Tacna fueron organizadas por Modesto Molina, en cumplimiento de órdenes del Presidente Nicolás de Piérola. En mayo de 1900 estaban regentadas por las siguientes personas: Carlota Pinto de Gamallo (calle Comercio N. 248, Escuela. de Mujeres); María Luisa Rospigliosi de Quiroz (Calle Comercio N. 200, Escuela de Mujeres); Clorinda F. Vda. de Benavides (Calle Comercio N. 17, Escuela Mixta); Carolina Vargas de Vargas (Avenida Bolívar N. 53, Escuela Mixta); Zoila Sabel Cáceres (Calle Zela N. 111); Eduardo Zevallos Ortiz (Calle Zela N. 124, Liceo Mercantil); Rosa Román (Calle Zela N. 64); José A. Saona (Calle Zela N. 655); María F. y Celinda 14arca (Calle Sucre. 114, Colegio de Mujeres); Perfecta Vda. de Taillacq (Calle Gamarra N. 146, Escuela Preparatoria de Varones); Juana A. Vda. de Mansilla (Calle Bolívar N. 490); Manuel O. Silvestre (Pallardelli N. 29, Escuela Preparatoria); Ricardo M. Mena (Alameda N. 162, Colegio Primario de Varones); Leonor Vera (Calle Bolívar N. 532); Matilde Arbulú de Rospigliosi (Avenida Dos de Mayo, Escuela Mixta N. 26). Zoila Sabel Cáceres protestó altivamente contra 81 actos de fuerza que se estaba cometiendo y se negó a firmar la notificación respectiva. Lo mismo hizo Carolina Vargas de Vargas. También fueron clausuradas las escuelas de Arica, Pára, Azapa, Calana, Molino, Pachía, Tarata, Codpa, Belén, Estique, Socoroma, Putre y Livílcar. Quiere decir, pues, que la gran mayoría de IOR tacneños y ariqueños que optaron por la causa peruana en las jomadas plebiscitarias de 1925 y 1926 había sido educada en planteles chilenos. Hubo reclamos infructuosos del canciller Enrique de la Riva Agüero y del ministro en Santiago, Cesáreo Chacaltana, éste en notas de 14 de noviembre de 1900 y de 24 de diciembre del mismo año. Sobre este triste episodio véanse el libro de Víctor M. Maúrtua La cuestión del Pacífico. Lima, Imprenta Moreno, 1901, pp. 312-315; la obra de Carlos Alberto González Marín La escuela peruana en Tacna, (1793-1907) Lima, Talleres Gráficos Moreno, 1970; y el reciente estudio de Raúl Palacios Rodríguez La chilenización de Tacna y Arica, Lima, Editorial Arica, 1974, págs. 73-78. Rómulo Paredes publicó una llamada "zarzuela dramática", en 1908, con 43 páginas en dos actos y en verso bajo el título de La última escuela, Episodio de la ocupación chilena en Tacna. No llegó a ser representada y no existió una partitura para ella. Guillermo Ugarte Chamorro es poseedor de un inconcluso manuscrito con el título Escuela peruana en Tacna de niñas. Comedia infantil en dos actos y en prosa. La adquirió en Lampa; y cree que el autor fue un maestro, presumiblemente primario, llamado Rufino Escobar. Debió escribirla, asevera Ugarte Chamorro, hacia 1902.
  • 6. Sabía ella, además, numerosos cuentos y también la historia de las "penas" o sea de las almas de los muertos que no recibieron cristiana sepultura o que tratan de señalar la existencia de algún entierro o tapado, es decir un tesoro oculto durante muchos años. Antonio Oliver Belmás afirma que las "penas" de estas tierras son hermanas de los "aparecidos" o almas de Vasconia que surgen a veces en los cruceros de los caminos en aquel país; de los duendes gallegos llamados "encantos"; de los "ujanos" de la Montaña santanderina; del "follet" catalán, del "Martinico" de Granada, todos ellos parientes lejanos de los gnomos del Norte (3). Además resultaba la inolvidable Natividad depositaria exclusiva de otras manifestaciones de la vida de ultratumba y también de su geografía pues, según ella repetía con solemne seriedad, tenían lugares favoritos en la casa. Uno de dichos rincones estaba junto a la "destiladera" de agua. Los "gentiles", en cambio, decía, eran espíritus que, secos y viejos, habitaban en el campo y en los cerros, sobre todo entre piedras. No tuvieron Dios, rezaron al sol, a la luna y hasta a animales feos como las culebras. Castigados, no consiguen volverse polvo como los demás; arrastran sus huesos sin poder morir bien; vuélvense secos como una chalona. A quien encuentran, le soplan su aliento y lo vuelven anciano que comienza a doblarse y temblar y sólo puede hallar salvación si toma agua bendita. En el folklore hogareño, si la "pena" ostentaba viejísimo abolengo español, el "gentil" provenía de arcaicas supersticiones indígenas. De este modo, Natividad nos introdujo en nuestros primeros años a un mundo de seres sobrenaturales oriundos de las dos principales corrientes de la formación histórica nacional y nos ofreció, sin saberlo ella ni nosotros, una lección viva de mestizaje mítico. Estudié durante los años de Primaria y casi todos los de Secundaria en el Colegio Alemán de Lima. Bajo un severo régimen disciplinario correspondiente a la época de Guillermo II, las distintas asignaturas (menos Historia del Perú y Castellano) fueron enseñadas en aquel idioma. En nuestras tareas escolares, en nuestras lecturas, en nuestras charlas, en nuestros cantos, en nuestros paseos, los alumnos de ese plantel tuvimos que usar el alemán. No vino a ser sorprendente y, por el contrario, resultó inevi- table que me familiarizara, al igual que mis compañeros, con las culturas alta y popular de la tierra de mis antepasados maternos. Las "penas y los "gentiles" son pequeños hijos de la inquietud de la gente sencilla de estas latitudes ante el gran enigma de la vida ultraterrena y sobrenatural. Tan hondo problema ha interesado vivamente a los seres humanos de todos los tiempos. El racionalismo que se propagó desde el siglo XVIII no ha logrado, ni remotamente, erradicarlo. Múltiples formas de superchería y de engaño han surgido y continúan brotando alrededor de esta sagrada inquietud; al lado de ellas, la parapsicología trabaja con seriedad y constancia y los resultados finales de sus investigaciones llegarán quizás a ser tangibles algún día. Al hacernos ciudadanos del mundo cínico de nuestro tiempo, miramos a las "penas" y los "gentiles" con un escepticismo total que puede estar acompañado por un interés anecdótico. Al fin y al cabo, se trata de hipotéticos seres ajenos a nosotros. En cambio, ha quedado indeleble (3) Antonio Oliver Belmás, José Calvez y el modernismo, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos 1974, págs 119-121. Corresponden estas referencias a una glosa (leí artículo do Calvez titulado "Los mil y un fantasmas de Lima".
  • 7. en mi memoria, desde los años escolares, la figura del "jorobadito", el Gucklicht Mannlein, personaje de los cuentos de hadas germánicos inmortalizado en la famosa colección de poesía folklórica que se titula Das Knaben Wunderhorn. Aparece él en los siguientes versos. Cuando voy a la bodega a sacar un poco de vino, allá está el jorobadito que me roba la botella. Cuando entro en la cocina y quiero preparar la sopa, allá está el jorobadito que me ha quebrado la olla, (4) Es un duende en tenaz acecho para malograrnos, burlón y hostil, las cosas buenas, o gratas, o favorables en el instante menos pensado. Suele hacer suyos los objetos que caen bruscamente de nuestras manos, o que se nos traspapelan en el instante en que más los necesitamos. El también nos empuja para que caigamos al suelo; o nos ciega cuando incurrimos en errores imperdonables; o facilita la ocasión para que, sin motivo, nos pesque una enfermedad. Asimismo, está ahí para hacernos desaprovechar las ocasiones propicias y para confundirnos si a nuestro alcance está, muy cerca, el camino mejor. Representa el símbolo de lo que llaman los italianos la "jettatura" y los españoles "la mala pata"; eso contra lo cual los gitanos creen que se defienden encogiendo el dedo pulgar y los intermedios de las manos y abriendo lo más que pueden ambos dedos restantes. Todos hemos encontrado a personas y aun a familias por las que parecería tener predilección, a veces durante largos años y a veces bruscamente para llevarlos a las más diversas modalidades del infortunio. Y si bien no podemos achacar siempre nuestros fracasos y nuestros desengaños a tan enigmático personaje, en más de una oportunidad se nos ha ocurrido, contra todos los argumentos de la razón y del sentido común, el absurdo de que él se introdujo o se introduce en el meollo de nuestro vivir. En toda niñez, los juegos, las aventuras, las pequeñas o grandes incidencias cotidianas, las lecturas y los sueños del que entra en la vida invaden el continente ignoto de la "gente grande", con sus negocios, sus preocupaciones, sus asuntos propios. Es una mezcla extraña de dos planos o niveles separados, entre los cuales sólo los padres y algunos mayores afectuosos —los hermanos y quizás una tía o un ama— suelen servir, parcialmente y a ratos, en condición de intermediarios. ¿Cómo eran, en realidad, en ese período, mi casa y mi ciudad? Algo supe más tarde de los asuntos de nuestra familia y del rumbo general de las cosas políticas que, en nuestro caso, querían decir la política internacional peruano-chilena. Pero, ¿y el ambiente? ¿Las fiestas a las que iban los jóvenes de entonces, hoy gente muy envejecida o, en la mayor parte de los casos, difunta?, ¿La música, los libros, los versos que prefirieron? ¿Los vestidos que usaban? Mis hermanas, sus amigas, toda la "gente grande" de la ciudad que yo conocía, seguían, inevitablemente, los gustos y aficiones de su época. En el piano, bello instrumento muy difundido entonces, en contraste con la época actual en que, por desgracia, pasó de moda, o en un primitivo fonógrafo, oí tocar los aires comunes a aquella generación. Eran, sobre todo, cantos del repertorio romántico español y sudamericano. Algunos hasta provenían de Chile, como el que se llamaba (4) Sobre el "jorobadito" Walter Benjamín, Ensayos escogidos, Buenos Aires, "Sur", 1967 pág. 72. Hannah Arcndt, "Walter Benjamín", en Eco, Bogotá Nº 149. setiembre de 1970.
  • 8. "Río, Río", o sea que hasta el nivel del arte como en el de la cultura, si se toma como símbolo el libro de lectura de Abelardo Núñez, no alcanzaba el altivo e intransigente veto a los ocupantes de Tacna. Dicha melodía llegó hasta las generaciones más jóvenes, pues la volví a escuchar a unas muchachas chilenas cuando viajaba en un barco de Nueva York al Callao en 1950. Pero lo que, sin duda, representa a aquella época son los valses de las operetas vienesas. Recuerdo haber visto en mi casa las coloreadas cubiertas de sus partituras con el texto alemán. Así, en la pequeña y lejana Tacna, entre 1907 y 1912, como en Europa, La viuda alegre y otras obras de Franz Lehar y sus contemporáneos, seducían por su encanto internacional, rompían las barreras de los provincialismos y reflejaban, en cierto modo, todo un período. Expresaban ellas la ligereza, la banalidad, la confianza en la vida, no exenta de encanto, de los años que precedieron a la primera guerra mundial. Eran el símbolo de un mundo burgués que soñaba con los restaurantes o los teatros frívolos; de una época ingenua que se jactaba de un aparente cosmopolismo y, en realidad, rendía homenaje al dinero, herramienta decisiva para obtener las maravillas allí loadas. Otra canción que escuché varios años en mi hogar y en vísperas del 25 de diciembre, tenía, seguramente, vieja procedencia española y decía inicialmente así: Esta noche es Noche Buena y mañana Navidad y nosotros nos iremos para no volver jamás. Erasmo en sus Coloquios expresó que cuando aspiraba el olor de una rosa, los recuerdos de la infancia volvían a su memoria. Alguien ha escrito, después de citar estas palabras, que, al abrir los viejos libros, el olor de ellos hace vivir de nuevo un período lejano de la vida, dentro de un momento difícil de ubicar, pero con una intensidad que, de otro modo, no hubiera tenido. Guardamos recuerdos fugitivos e inasibles en los que se juntan hechos sin coherencia hasta que, de pronto, un olor, una escena, una palabra, un objeto, despiertan de improviso el pasado personal de modo evidente. Pero él está salvaguardado, a veces, mejor por una melodía que, de pronto, reaparece con una penetrante y asombrosa exactitud, por una melodía de antaño que volvemos a escuchar ocasio- nalmente: el aire que tarareaba nuestra madre en la intimidad, la canción que alguna vez nos conmovió. Aquella música, en otras circunstancias, hubiera quedado sepultada para nosotros; pero el azar ordena que resulte uno de los dones más preciosos atesorado en nuestra memoria, Cierto es que podríamos haber dicho: vivimos en aquella casa, mi madre cantaba a veces en la cocina, escuchamos muchos acordes, quizás los más impresionantes para nosotros, los niños pequeños de Tacna, cuando provenían de bandas militares. Hubiéramos evocado los hechos, concretos o vagos en sí; y, sin embargo, esa visión íntima del pasado no llevaría plenamente toda su carga emocional. Los hechos allí están: son el esqueleto del pasado. Pero aquello que convierte mágicamente los hechos en nuestro "ayer", el recuerdo de lo que ya no volverá y por eso nos conmueve tanto, es el bien más inefable de todos, y se esconde en la música. En aquellos, tiempos (en Tacna también por aquello que tiene la moda siempre de contagiosa aunque, felizmente, sin la rapidez y la prisa que han generado el servicio de los aviones y la propagación de la radio y el televisor) las mujeres preferían como colores favoritos el malva, el violeta, el rosa; y no se consideraba (la qué época tan distinta pertenecemos!) cosa elegante la delgadez o la flacura. Los vestidos femeninos, muy largos, debían ser usados con guantes también largos.
  • 9. Ya habían llegado hasta nuestra ciudad, en sus toscos modelos iniciales, repito, el fonógrafo, el teléfono, la máquina de escribir, la bicicleta. Pero, en cambio, no vimos el automóvil que, con el motor de combustión interna, asimismo utilizado por el aeroplano, iba a hacer, y muy pronto, añicos a todo aquel modo de existir. Salvo los incidentes ocasionados por el litigio peruano-chileno, la vida en Tacna tal como la recuerdo en mis años de infancia, se desenvolvía dentro de un ritmo sereno y acompasado. El primer toque del pito del tren de Arica, a las 8 y 15 de la mañana, servía para arreglar muchos relojes de la ciudad. Era un tren viejísimo, regido por una compañía inglesa en espléndido aislamiento y cuyo tráfico quienes habían ido a otros lugares consideraban un milagro: una pesada locomotora, crepitante y frágil, un furgón para las mercaderías y un coche para los viajeros. Diríase que, en cualquier momento, chirriante y como desperezando a los rieles enmohecidos, el convoy iba a sucumbir bajo el peso que soportaba; mas nunca dejó de llegar a su destino. Y al atardecer, el que de Arica venía, anunciaba puntual y triunfalmente su llegada a las 6 y 15 de la tarde y a las 6 y 30 ya estaba en la estación; y mucha gente iba a esperarlo, por no tener otra cosa que hacer. Se sabía los nombres de gran parte de quienes caminaban por las aceras de las calles centrales, salvo que fueran las indias que llegaban de Tarata y otras regiones altas trayendo fruta, "chuño" y queso; o las de Cochabamba con sus altas botas negras, sus sombreros de paño y sus numerosas polleras multicolores y cuyos bailes del miércoles de ceniza en el barrio llamado "alto de Lima", eran famosos. Por las calzadas sin pavimentar, a veces inverosímilmente estrechas y no siempre rectas, trotaban los caballos de quince o veinte coches de alquiler; antaño las familias acomodadas habían tenido coches particulares pero de ellos sólo quedaba el recuerdo; y al servicio público pertenecían algunos de esos viejos cocheros, generalmente italianos, como ocurre con todos los inmigrantes tenaces subidos luego a niveles muy superiores. Nos conocían ellos por nuestros nombres y nosotros sabíamos perfectamente los suyos. En el verano, unas cuantas fami- lias viajaban a Arica; si bien una versión popular afirmaba que no era sano estar allí en la época de entrada del río, en enero, porque la terciana aumentaba al mezclarse el agua dulce y la salada. La residencia de otras familias, era, en la estación de calor, alguna quinta de Pocollay en el sector llamado Chorrillos. A Pocollay hacíanse periódicamente paseos, acontecimientos sociales que llevaban a las familias más lejos, hasta Peschay o Piedra Blanca. El día de la Candelaria, en febrero, señalaba la fecha simbólica para la siembra del maravilloso zapallo que ya había madurado espléndidamente en julio. Los había de muchas clases: de planta, de carga que era grande y redondo, de gallinazo, de Mogollo y de Para. A una fecha anterior, fines de diciembre o principios de enero, correspondía la ciruela, simultánea con el damasco. Marzo y abril eran dueños del encanto de los duraznos. Los primeros recibían el nombre de "colorados"; pero allí también estaban los alinéate, los blancos, distintos a los blanquillos por su mayor tamaño, los aurimelos amarillos y albos, considerados como los mejores, los "carne de vaca". También a marzo pertenecían los melones entre los cuales destacábanse los llamados "cambray", Entre fines de marzo y comienzos de abril eran saboreadas las uvas con sus variedades la "ciruela", la "moscatel", la "blanca", la "negra", la "mollar" y la "tunibo", esta última de la sierra. Aunque no era cultivada en el valle de Tacna sino en el cercano de Locumba (que jamás llegó a ser ocupado por Chile) la vanidad local se ufanaba del pisco llamado "Italia Ward" cuya producción iba exportada íntegramente a Inglaterra por los señores Ward, dueños de este negocio. Decían los peritos que, después de beber tan exquisito licor, si los labios se aproximaban al vaso ya seco, todavía era dable percibir el olor y el sabor del jugo puro de uva. El 8 de diciembre gozaba de la particularidad de traer el nacimiento de la primera breva; y a esta deliciosa fruta seguía el higo con su comida blanca o
  • 10. roja. Antes de las brevas, venían las ciruelas conocidas como "Reina Claudia", "Santa Rosa", "japonesa", la negra con carne blanca, la blanca con carne negra y la adamascada o híbrida con el damasco, única en el mundo. Más o menos de marzo eran las peras, subdivididas en "canela", "palta", "de a libra", "colpa", "colorada" o peruana y 'pera perilla". En cambio, la "pera mota" venía en febrero. Otras frutas deleitaban, además, al paladar lugareño. Allí estaba la guayaba de Calientes en invierno, oriunda de una zona donde hay unos deliciosos baños termales y donde podría construirse, repito, un hotel de turismo con anexos para el ejercicio del golf y del deporte ecuestre y, que, sin embargo, hállase hoy totalmente abandonada con unas chozas inmundas que sería vergonzoso ocupar. No deben ser olvidados aquí tampoco el membrillo, subdividido en "lúcuma" y "zonzo"; el pacae; el granado accesible a cualquiera en los numerosos callejones; la frutilla; la mora obscura y delgada como un gusano; la espléndida naranja del valle de Azapa, en Arica, que hoy parece pertenecer a un mundo extraterrestre. Desde abril hacíase la melcocha, la buena melcocha de antes con puro jugo de caña de azúcar mezclado con chancaca, nueces, cáscara de naranja y cocos, elaborada en la presencia misma del consumidor. Ahora dícese que han sido eliminados algunos de estos aditamentos y que se utilizan colorantes. Pero en uno de mis viajes últimos, he creído encontrar en una callejuela lateral en la parte sur de la Alameda el mismo lugar a donde fui en mi infancia en más de una oportunidad, jubilosamente, a buscar esta golosina y en donde ella sigue elaborándose. Actualmente ya no está junto a enrevesados callejones sino en una zona hace poco tiempo urbanizada, sin olor, color ni sabor locales. Cosas agradables podían tener no sólo origen campestre. Florecían también la pequeña industria doméstica, la primorosa e inexportable tradición familiar o local, el arte que se crea en poca cantidad, en ocasiones especiales, o para clientes selectos, o para consumo mínimo. Recuerdo siempre el alfajor moqueguano de vaporosa y arqueada pasta amarilla, con un miel color chocolate, que se vendía en las calles; las creaciones de la "Pitis", admirable mujer especialista en golosinas, cuya tienda estaba en la calle La Mar; y el pan llamado de "Saravia". con una harina más blanca que la de la "marraqueta" aún no perdida los variados "pecesitos", es decir los caramelitos típicos que eran obra de una francesa, esposa del comerciante chileno Jaramillo, residente en Tacna, según me dicen, hasta después de 1929; y el "chinchiví", precursora bebida gaseosa local. Ni altos edificios, ni palacios señoriales, ni escudos solariegos, ni conventos o iglesias imponentes, ni balcones morunos, ni rejas lujosas, ni ruinas seculares habían en Tacna. La ciudad, pequeña en sentido horizontal, con sus diez mil habitantes, lo era también en la medida vertical: dos pisos a lo más y, casi siempre, un piso en las casas de bellos y típicos techos muchas veces en linda forma del mojinete que hoy, por desgracia, van desapareciendo y con las paredes de la calle pintadas de colores variados pero sin estridencias: amarillo púrpura, naranja o zapallo, verde lechuga. En las calles de admirable limpieza aún no del todo olvidada y cuya luz era de patio, según las palabras de Jorge Luís Borges al evocar a Montevideo, se solía respirar (y aquí no hay retórica) un olor a fruta y a flor. Cerca de muros o balcones, de verjas y patios, de glorietas y quintas florecían geranios, alhelíes, lirios, claveles, rosas, nardos, azucenas, jazmines, hortensias, heliotropos, juncos. Pero acaso, para un blasón evocador, habría habido que trasplantar de la ciudad la buganvilla y de la campiña la humilde y omnipresente retama. Y en cuanto a los árboles, era indudable que tenían una calidad representativa la vilca y el molle, aunque este último se ha esparcido por todo el Perú como pidiendo que lo reconozcan como árbol nacional. Por otra parte, el granado, con el que tantas veces tropezábamos, circunda, asimismo, doblemente, al recuerdo y a la nostalgia.
  • 11. Muy cerca de la ciudad, cercándola, había vastas zonas desérticas donde la tierra semejaba la pelleja de un tambor guerrero. Otras veces podía parecer que caminar por allí, tan cerca de la acogedora atmósfera urbana, era navegar por un mar de llanuras o de colinas cenicientas, en el que no se podía divisar ni siquiera los barcos desmantelados de unas míseras chozas. El recorrido en tren desde Tacna hasta Arica, que nunca hice de niño sino el día en que melancólicamente partí y lo volví a emprender muchos años después ya de lejos de la adolescencia, en 1925 y 1926. Rodeado de peligros y esperanzas, daba sobrecogedora impresión. El viajero tropezaba con las dunas cercadas por una asamblea de cerros, entre los cuales los de más atrás, los gigantescos, llevan como diadema su blancura de nieve en la cabeza. Los rieles y los postes telefónicos eran la única señal de vida y de triunfo sobre la desolación en aquellos parajes. Los lechos secos de ríos perdidos durante siglos parecen gigantescas tumbas custodiadas irrisoriamente, como i fuera centinelas enanos, por unos cuantos tallos, de espontánea vegetación y que se mueren de sed. Cuando, después de pasar por la casa o estación llamada Hospicio, donde hay una corriente subterránea de agua después de cuatro interminables horas en aquellas época) la línea ancha del océano iba reduciéndose y acercándose y se divisaban la bahía, el morro, las casas de puerto y el mar con sus incontables, largas y peristentes olas jorobadas, era irreprimible el alivio como sale de lo que podía parecer un mal sueño si no estuviese inmutable ese paisaje allí y en tantas otras vastas zonas de la comarca. Las aguas vertidas desde los nevados del Tacora, el Barroso y el Chiquiña y recogidas por el río Caplina en las quebradas de Toquela y Arcos, forman el valle de Tacna con su tierra buena, esponjosa, blanda, fecunda, agradecida. Apenas son hilos de agua que se esparcen en un abanico de acequias por entre las pequeñas chacras cultivadas dentro de horas exactas con el esmero y el primor de una artesanía artística según el orden, fijado desde antes de los Incas, a través de minúsculas áreas o pagos avaramente medidos en Pachía, Calaña, Piedra Blanca, Pocollay, o Peschay. A lo largo del tiempo, el latifundio, como la gran producción industrial, resultaron imposibles por todo ello; y los pequeños agricultores, dueños de lo suyo, diéronse el lujo de tener, dentro de su pobreza, comodidades mínimas, saber leer y escribir, ser independientes y amar a la patria. Aunque con una jerarquía netamente urbana y un aire de innato señorío que una civilidad sencilla hacía resaltar y no disminuir, Tacna de mis primeros años vivía muy cerca del paisaje rural y, en algunos sitios, entraba oronda en él como si lo hubiese incorporado a su predio. Al mismo tiempo, recibía constantemente la visita o el mensaje de la campiña. La Alameda era una invasión comedida y cortés de ella. Se venía entonces caminando la arboleda desde el mercado que los tacneños llamaban "recova" y se alineaba, elegante, entre la doble hilera de casas que hacían guardia al río, núcleo de aquel paisaje magnífico. Tan auténtica es esta fraternidad que, en la época con- temporánea, la Alameda se ha desarrollado mucho en la dirección norte, con desmedro del ámbito tradicional y no es posible ya ubicar los límites de antaño. Las casas eran, a veces, las bellísimas quintas tacneñas, maternales en lo que resultaban acogedoras; o moradas discretas en su extensión aunque llenas del encanto de una arquitectura que espontáneamente, sin cátedras ni manuales de urbanismo, supo hacer creaciones encantadoras y típicas. Más de una ostentaba el blasón de haber resistido temblores y terremotos. Hoy un lamentable a la vez que inevitable afán de imitar, ha hecho que se vayan multiplicando al lado de algunas residencias magníficas surgidas sobre todo en la parte moderna, fachadas anónimas aunque pretenciosas dignas de pertenecer a los barrios de Jesús María o de Lince en la capital y no pocas
  • 12. tiendas, algunas de ellas invasoras de viejas casonas, Pero esta "destacneñización" de Tacna ayudada por la indiferencia municipal y la del Instituto de Cultura limeño, aún no ha logrado su final victoria y quedan reductos impertérritos de la autenticidad y del buen gusto, a veces no incompatibles con una digna pobreza. A pesar de todo, no son muchas las urbes en el mundo con un lugar de residencia y de caminata con las características de anchura, longitud, uniformidad en el trazo y el encanto de la Alameda. Ante ella no caben ni el olvido ni el desdén del viajero más cosmopolita (5) En la Tacna de mis recuerdos a veces no se sabía dónde terminaba la campiña y dónde empezaba la ciudad. Al avanzar por una calle, tropezábamos inesperadamente con un rincón ungido por la soledad rústica; y, en pleno centro, irrumpía de pronto el verdor campesino de una huerta, un jardín o una placita florida. La ciudad le daba al campo su lección de buenas costumbres mediante la belleza y la pulcritud de los caminitos bordeados por cercos floridos, así como a través de la parcelación geométrica de la propiedad. El campo, eterno maestro de la vida, ofrecía, en retorno, al micro universo citadino, una atmósfera de sencilla, casi infantil hermosura. En Lima el rincón que más se parece a la Alameda tacneña es la de los Descalzos. Bello exponente, sin duda, de gracia y señorío cortesanos. Sin embargo, esta ancha y enrejada vía hállase al margen de la actividad y el bu- llicio cotidianos; y, en nuestra época, quienes la recorren parecen fantasmas. Además, estuvo siempre divorciada del Rímac que, a lo lejos, pasa, como un extranjero, en un sentido transversal a ella. Por el contrario, nuestra Alameda origínase precisamente gracias al avance audaz del "valle viejo" por entre el poblado. Al valle le roba su tesoro esencial: el río. Es el Caplina, ínfimo caudal de agua que, orondo, llega después de cumplir, gracias a la centenaria sabiduría de los chacareros indígenas, el milagro de las siembras y de las cosechas a través de numerosas generaciones. Ingresa él, como si fuese un huésped ilustre, al centro de la Alameda desde donde ella empieza hasta su final. Tal como lo contemplé en mis primeros años, avanzaba descubierto con dos acequias laterales. La corriente central fluía grácilmente. Las riberas estaban muy lejos de hallarse distantes como almenas enemigas. Entre ellas, no había puentes monumentales que se agarrasen desesperadamente con sus manos de piedra. El Caplina era fácil de atravesar con una pirueta, bondadoso gran señor con el que los niños jugábamos en cualquier momento, como si él fuese tan infantil como nosotros. Mediante ágiles saltos, era posible ir de uno a otro lado de sus orillas. No faltaba el sarcasmo en los labios de los extraños frente a este liliputiense congénere del Amazonas. ¡Un río dócil y que, por añadidura, sólo tiene agua unos cuantos días de la semana. Pero la verdad es que la corriente, enana se comporta como una gran arteria que vivifica toda la región. Desángrase íntegramente, una y otra vez, en ofrenda del paisaje. Gracias a su ímpetu, la tierra se fertiliza y concibe. El río diminuto y revoltoso es querido como si se adivinara que un corazón late bajo su pecho cristalino. Cuando, jovenzuelos, íbamos a la recova o a una casa amiga de la Alameda, la transparencia y el frescor de la mañana parecían emerger de (5) Se ha repetido por los historiadores que la Alameda fue obra del prefecto Manuel de Mendiburu, con la canalización del río Caplina. Parece que se inició antes de él. Sin embargo, léese en el folleto de Belisario Gómez El Coloniaje (Tacna, Imprenta de "El Porvenir" por José Huidobro Molina, 1861): "La Alameda regalada por el Sr. Carrillo (se refiere al gran benefactor de Tacna Camilo Carrillo cuyo obsequio efectuóse en diciembre de 1833) ya no existe: la columna (en homenaje a Francisco Antonio de Zela) fue trasladada hacia el Oriente de la nueva pintoresca Alameda debido a los esfuerzos del Sr. Gral. D. Juan Antonio Pezet, prefecto del departa mentó en esa época y hoy 2° Vice Presidente de la República" (pág. 44) Pezet debió concluir la obra de Mendiburu.
  • 13. la linfa. Los chilenos lo cubrieron y ocultaron para hacer a la Alameda lisa y llana. Fue el único gran acto costoso en beneficio de Tacna a lo largo del régimen entre 1881 y 1929. Pero lo que pareció una muestra de cultura y pro- greso, era contrario a la tradición y a la estética. Los viejos tacneños rezongaban: "Estaba mejor la Alameda antes" Las nuevas generaciones ya se olvidaron de eso, como de muchas otras cosas típicas. También eliminaron los ocupantes, los sauces de las acequias y las acacias del centro y los reemplazaron desde 1916 por las palmeras de los costados, a las que vimos todavía niñas y frágiles en los días del plebiscito. La memoria traicionera impide hacer comparaciones exactas entre ambas viñetas: la nebulosa del ayer y la prístina de la actualidad. Y aunque la fiereza chauvinista de algún munícipe en los comienzos de la segunda época peruana quiso eliminar a las palmeras como símbolos de la chilenización, allí se han que dado ellas como si hubiesen decidido firmar una inexpirable carta de ciudadanía en la Alameda. Ofrece ella el atractivo de la alegría sana de la vida, del aire libre, del panorama distante de los cerros que, con la nieve al fondo, encierran al valle. A los tacneños nadie les ha enseñado la belleza inefable de pasear por gusto sistemáticamente en la Alameda rodeados por el jubiloso frescor de la mañana, o en la calma filosófica del amanecer, o en la soledad de la noche que allá no es todavía peligrosa. El tráfico, cada vez más intenso y rudo, los llamativos avisos comerciales al lado de las aceras, uniformes en su mal gusto; y la presencia de los vendedores de escudos chilenos, en acecho de quienes intentan el contrabando con Arica no han logrado aún en los días actuales quitar su poesía a este fácil entretenimiento en una ciudad donde él no abunda. El parque final contrasta con la clásica geometría de la Alameda en sus sectores alto y medio. Aparecen glorietas, fuentes y bancas colocadas en forma irregular. Júntanse indiscriminadamente alcornoques o árboles del corcho, vilcas, pinos, alisos, molles, cipreses, laureles rojos y blancos con sus flores en ramillete y otras variedades del mundo vegetal cuyo desorden no perturba. Este parque originalísimo acogió en tardes soñadoras nuestras confidencias Cías mías fueron a los veintidós años; y quizás sentimos la angustia de alguna ilusión demasiado bella en la prosaica compañía de esos cactus aparentemente secos, cuyo jugo usan, sin embargo, los mexicanos para fabricar el pulque. Y en una de las residencias de allá al final de la Alameda, quisiéramos pasar los últimos días de nuestra vida y, rodeados por este paisaje, cerrar los ojos para siempre. A pesar de todas las grandezas que hemos visto en otras ciudades y en otros paisajes, para nosotros, pobres, humildes, nuestra ciudad chiquita y desventurada y la tierra árida que la circunda nos hacen agolpar, a pesar de todo, una extraña sensación en la garganta, nos hacen latir el pulso más aprisa, nos enriquecen con algo que no puede expresarse en palabras, nos infunden alegrías que podrían parecer primitivas y penas que, más allá de los años, desbordan el corazón. Emanan del terruño familiar y no pueden ser descritas ni olvidadas. Aunque estamos presos en la cárcel de la mortalidad y sin desmedro de nuestra autonomía, de nuestra soledad y de los diversos vínculos que por afecto, deber, azar, capricho o elección madura podamos tener, él hizo que, inevitablemente, seamos acordes, a veces disonantes, dentro de una larga y aún inconclusa sinfonía, brochazos leves en un cuadro panorámico, gotas fugaces inmersas en una corriente que, a pesar de
  • 14. todo, nos une por hilos de sangre en cuyas esencias hay algo del aire, el agua, la luz o el alimento comunes; y corre, a través del tiempo inconmensurable, por canales más angostos que las acequias parcas de aquellas chacras pródigas. Los vagos y dispersos retazos de la fisonomía del ambiente se confunden con impresiones obtenidas posteriormente y, como ya he indicado, con la memoria de rasgos o episodios estrictamente familiares o personales que, precisamente, por eso, no van a ser tratados aquí. Una de las casas, por ejemplo, que más impresión ha dejado en mi memoria, está situada todavía en la Alameda. Dicha mansión era una quinta a la que hemos debido ir habitualmente. En la huerta sentía yo la voluptuosidad de coger sabrosas frutas de los árboles mismos. Lo que me dejó una impresión que no puedo olvidar fueron las salas de esa entonces vacía residencia, adornadas por finos objetos que evidenciaban una lejana y elegante prosperidad. Detrás de vitrinas y aparadores se alineaban figurillas de porcelana, cristal, marfil y piedras preciosas que, junto con las alfombras, los jarrones, las lámparas, los muebles, sin duda llegadas de Europa, exhalaban, pese a su calidad superior, el triste perfume de las cosas guardadas. ¡Cuántas reuniones o saraos, o tertulias pudo haber habido antes en esa vieja y atractiva casa! Nadie la habitaba entonces. La propietaria, doña María Tinajas de Bockeham, madrina y casi una segunda madre para mi madre, habíase ido a Inglaterra. Este fragmento de mis recuerdos de infancia carecería de importancia si no sospechase que aquí hubo como un presentimiento de lo que, ya en la madurez y en el crepúsculo de la vida, me ha sido dable ver con máxima lucidez: la inexorable huella del tiempo silenciando lo que en un momento fue vocinglero, deteniendo lo que tuvo la espléndida palpitación de la vida, marchitando lo que un día lució lozano y arrogante como si confiara en su excepcional inmortalidad. Más que en el cementerio, de donde emana la sensación siempre fría o lúgubre de algo separado y distante, allí, en el silencio tibio de la quinta de la Alameda, encontré acaso la primera muestra de la fugacidad de las cosas humanas. Lo mismo que le ocurrió a ese inmueble, le sucedería después a nuestro hogar y a otros que en mi infancia vi con todos los atributos de la plena existencia; porque también las cosas envejecen y mueren. Y en el fondo, ¿qué es la historia sino un patético afán de hurgar en las tumbas, un ademán solemne e iluso de querer detener el tiempo; un esfuerzo vano, de encontrar, revivir y comprender algunas de las huellas de ese tránsito y relacionarlas con nosotros mismos, ya no en lo que atañe a unos cuantos individuos o familias, sino a los pueblos y a las civilizaciones? Y así mi niñez se compone, como todas, de momentos que parecieron sin consecuencia y se alojaron en el recuerdo y en el subsuelo abisal; de hecho que la casualidad impregnó de un especial aroma; de episodios con la semilla de la alegría y la tristeza de la vida, más importantes, a la larga, que lo solemne o lo ruidoso. Los rostros de los seres queridos que estaban cerca al dormir y al des- pertarnos; el gotear del agua en la "destiladera"; el paisaje esfumado por la niebla del invierno o "camanchaca" como si le mirase a través de un cristal empañado; los techos convexos de las viejas y acogedoras construcciones lugareñas; el sol que, de algún modo, no faltaba ningún día del año; el sano frío serrano de las noches; la perspectiva malva de las cordilleras distantes presididas por la pirámide nevada del Tacora, frente a la ciudad y el valle; el paso prusiano de los soldados chilenos con sus decorativos uniformes y sus rítmicos desfiles perfectos por la plaza, ante nuestro hogar, el 18 de setiembre; las retretas vespertinas que a pesar de todo, nos atraían hacia la banda marcial; nuestros juegos por los rincones polvorientos de la Catedral inconclusa; la acogida cálida en casas amigas como en la de mi madrina, doña
  • 15. Josefa Bilbao de Salkeld, junto a cuyo recuerdo grato está el de su esposo, Enrique Salkeld, que, erecto no obstante su cojera, agitando el bastón, por él usado cotidianamente, nos recibía siempre con bromas cuya cáscara de severidad era deshecha por expresiones bondadosas intensificadas gracias a una voz sonora, más notable por la calidad de sus poblados bigotes blancos y sus vivarachos ojos azules; rostros innumerables ya desaparecidos; voces que se esfumaron; la luz del día apagada; las risas y las lágrimas que allá dejamos; la calidad, alta, triste, remota de los atardeceres con su flora de colores ocre, cárdeno, azul, rosa o lila invitando a la poesía y a la pintura dentro de su reposo clásico y su dignidad, ellos sí, inconmovibles; la tierra muda y silenciosa que, sin embargo, parecía acariciarnos en su vastedad impenetrable y en sus rincones preferidos, en su riqueza y en su pobreza, en su misterio eterno y en su familiaridad profunda, dejándonos en la memoria una huella encantada, indeleble. Sentirse enraizado en la tierra propia es, acaso, el mejor privilegio que un niño puede alcanzar. Si el terruño posee belleza y personalidad, le ha de estampar, sin que de ello se dé cuenta, ese sentido de compenetración con el mundo físico circundante que es el más humilde y el más feliz de los dones otorgados por la vida. Y aquella lección será un tónico cuando llegan las crisis de identidad juvenil y de la mayor edad. Por eso, ahondar en los recuerdos de la época primera, ubicados en el rincón al que el destino nos arrojó, es ir mucho más lejos y más hondamente que cualquier palabra, lo cual es evidente como resultado del hecho incontestable de que, en la tarea diaria, cada una de ellas implica una vana respuesta intelectual frente a lo inasible. Dichos recuerdos jamás están circunscritos únicamente a personas, cosas o sucesos dulces. Hállanse uncidos también, inevitablemente, a lo prosaico, a lo triste, a lo violento, o a lo sucio. Pero las cosas que, en su hora, fueron negativas o nocturnas, con el tiempo resultan interesantes o estimulantes tal como fueron las cosas bellas; porque ostentaron el privilegio de haberse incrustado en nuestra vida y en sus contornos. II Los niños de hoy y los de antes. La juventud frente a la madurez. Hoy los niños forman la vanguardia de la futurología, la avanzada tecnológica, bombardeados por la televisión y por los sonidos estereofónicos, rodeados por realidades que se derrumban o que se cuestionan. La nuestra es una época dentro de la que los crímenes por menores de edad o adolescentes no son ocasionales sino epidémicos; donde las barreras de la conducta hállanse agrietadas o deshechas; donde las palabras en las escuelas y en los sitios de recreo tienen a veces un cinismo increíble y en los países supuestamente más civilizados se enseña acerca de los daños ecológicos de la explosión demográfica, sin necesidad de que los alumnos tengan la mayoría de edad. No faltan las parejas estériles que manifiestan estar contentas de vivir así o las que limitan la procreación en desafío a Paulo VI. Abundan los hijos que, ya conscientes, no desean estar mucho tiempo al lado de sus padres y sus madres. Estos, a su vez, tienden a mirarse a sí mismos o a orientar sus conductas como individuos libres más que como progenitores reclusos. Hay un éxodo de las madres, que se escapan del hogar para trabajar o para vivir sus propias existencias con la angustia de seguir sintiéndose jóvenes. Los índices de los divorcios crecen. En los salones de clase percíbese mucho más agitación y menos uniformidad que pocos años atrás. Es un hecho que las nuevas generaciones despiertan más pronto, incluso desde el punto de vista sexual; son más independientes en su pensar y en su sentir y hasta, a su modo, pueden ser clasificadas como más vivas, más lúcidas y en cierto sentido, más capaces que las anteriores.
  • 16. Me clasifico, en cambio, como sobreviviente de una generación que vivió en el mundo de una infancia y de una adolescencia totalmente opuesta. Y así me emociono ante estos versos de W. H. Auden sobre la época: Cuando se podía mirar al futuro como un ya denominado y sólido paisaje, los hijos podían tener el mismo sentido de tos cosas que el de sus padres y reír y llorar ante los mismos cuentos (6) No pretendo jactarme de que el nuestro fue un hogar modelo. Apenas si fue un hogar muy unido y muy sólido, como era habitual en una vieja familia de provincia a comienzos del siglo actual, acaso más ligada entre sí por la situación en que Tacna vivía. Mientras somos niños, y luego en la adolescencia y en la primera juventud, anhelamos crecer, madurar. Nos gustaría llegar a la condición de adultos y así vivir al lado de los seres queridos o admirados a quienes sólo pudimos contemplar desde un plano inferior. Pero nuestra ilusión quiere que, para ese entonces, ellos sigan tal cual los vieron nuestros ojos primerizos. Resulta, sin embargo, que la vida, implacablemente, nos desarrolla; pero, al mismo tiempo, aquellas personas envejecen o mueren. Todo el universo al que ingresamos en la edad adulta es distinto y, a veces, opuesto en relación con aquel que cobijó nuestros primeros años. Rostros, figuras y mentes que vimos lozanas suelen desaparecer para siempre. Ante los primeros fallecimientos que acontecen a nuestro alrededor, feroces hachazos golpean a nuestras almas sorprendidas y rebeldes. Poco a poco, al llegar sucesivos episodios análogos, nos es posible, de una manera u otra, acostumbrarnos. Surge como una aceptación fatalista ante lo inevitable, que si no enjuga nuestra pena, al menos la encarrila. Es como si supiéramos que un invisible tirador dispara implacable cada día, que todos nos encontramos juntos en las trincheras más y más enlodadas de una gue- rra permanente y que cualquiera puede recibir en cualquier minuto el balazo mortífero día a día más inminente. Otras veces presenciamos la transformación de nuestros familiares y amigos. Guardábamos de ellos imágenes alegres y sanas; y de pronto se exhiben como si terremotos interiores los hubieran sacudido para conducirlos a otros períodos geológicos mientras caricaturistas satánicos deformaban aquellas esbeltas figuras. Este fenómeno se hace más deprimente cuando transcurre mucho tiempo de separación hasta los nuevos encuentros con esas personas. A su vez, ellas, sin duda, piensan lo mismo en lo que a nosotros atañe. Quienes hemos dedicado largos años a la enseñanza hemos encontrado alguna vez a un viejecito que, con paso vacilante, avanzó para decirnos: "¡Maestro! Cuánto tiempo sin vernos" Y no sabemos quién es aquel amigo generoso y senil, de mucho menor edad que la nuestra. Al mismo tiempo, contemplamos, infortunadamente desde lejos, cada día, frescos, arrogantes, ambiciosos, como quizás lo fuimos en el pasado, a los hombres jóvenes y a las mujeres jóvenes de esta época, (6) W. H. Auden Epistole lo a Godson, New York, Randow House, 1972. dotados con los privilegios formidables derivados de la libertad, la fran- queza y la espontaneidad mucho mayores imposibles de comparar con la vida de antaño; abiertas para ellos ventajas que jamás nos fueron
  • 17. otorgadas. Y aunque caigan, a veces, en excesos y en destemplanzas, los envidiamos con una sana envidia, porque a pesar de todo su mundo será mejor. He aquí, en suma, la tristeza y la esperanza más hondas de la vejez. III Sombras de muertos. Los Ara, Españoles, chilenos, colombianos, irlandeses, indígenas. Tacneños. El recuerdo de los antepasados trata de infundir un contorno legítimo a la autoridad y a lo que se llama "status", fenómeno muy visible en las más variadas épocas de la historia con notorias tendencias a la falsificación. Esto, paradójicamente, se acentúa cuando nuevos grupos llegan a competir con la antigua aristocracia o cuando surge los llamados "nuevos ricos". A veces, y así sucede en Estados Unidos, ellos también buscan muy seriamente sus blasones más allá de los peregrinos del Mayflower. Y ocurre en aquel país algo reversivo: los mormones, en vez de que, por medio del pasado, otorguen honor y autoridad al presente, buscan la verdad genealógica para exaltar a sus muertos a través de un bautismo retrospectivo. En ninguna parte de Norte América la genealogía es más valiosa que en Salt Lake City, donde los documentos familiares son preservados con el mismo celo que se otorgó a las momias de los Faraones; se les guarda en el fondo de cavernas rocosas, inmunes frente a un eventual ataque con bombas atómicas. A pesar de todo, reconozco que las investigaciones genealógicas auténticas pueden ofrecer utilidad para los estudios históricos nacionales y locales y de demografía. No ignoro que en nuestro tiempo y, con mayor fuerza, en los años futuros, valores provenientes del trabajo del talento y del poder político arrinconan y arrinconarán todavía más el respeto a la herencia o al nombre. Sin embargo, hay algo de cierto en quienes creen que si se evoca la vida de los antepasados, por encima de frívolas vanidades o torpes engaños, es dable observar en ella, mejor que en cualquier otro dominio, la prolongación de nuestra breve existencia en el ámbito más vasto de la especie. Así se explica que según Goethe, el hombre pueda concebirse como un "ser colectivo". Y, lejos de cualquier alarde, señalo que nuestra familia puede jactarse de un complejo abolengo peruano republicano con vertientes emanadas de los más diversos y hasta antagónicos orígenes. Es el mismo caso de gran cantidad de gente en nuestro Perú. El cacicazgo mayor de Tacna, entre 1535, año de la llegada de los españoles, hasta la Independencia perteneció a una sola familia que tomó los apellidos siguientes: Catari, Caqui, Quea, Ara. A Diego Catari, contemporáneo de Pedro Pizarro, el cronista, primer encomendero de Tacna, padre de Martín Pizarro, sucedió su hijo Diego Caqui. El patrimonio de éste incluyó gran número de cepas de viña, una bodega para elaborar vino, una recua de llamas para el transporte de esta producción al Alto Perú, huertas y sembríos en distintos lugares del valle y dos fragatas y una balandra para la navegación entre Arica y el Callao. En el "Testimonio de los autos seguidos en el año de 1728 para comprobar que don Pedro Ara es descendiente legítimo de don Diego Caqui" está incluido el documento suscrito el 18 de abril de 1588, que
  • 18. expresa la última voluntad de él, "principal de este repartimiento del pueblo de San Pedro de Tacna", encomienda de don Martín Pizarro (7). Pidió Diego ser enterrado en la iglesia de dicho pueblo "junto a la peaña del altar de Nuestra Señora". Por su alma debía decirse misa vigiliada de cuerpo presente con sus responsos y una misa cantada con sus vigi- lias y las ofrendas de cuatro botijas de vino y la cera que pareciese conveniente y también de varias fanegas de trigo y cuatro carneros de Castilla. A todo lo ya mencionado agregó sesenta misas de "réquiem" por su alma y, además, cincuenta misas de réquiem por ella y por las de sus padres difuntos en el monasterio de San Francisco de Arequipa y veinte en la iglesia de Nuestra Señora de Copacabana, ubicada en el Alto Perú. Diego Caqui reconoció que dejaba numerosas obligaciones a sus herederos. A Andrés de Poruñera, carpintero de Rivera, no había cumplido con abonarle dos mil y tantos pesos corrientes por obras hechas en sus "barcos y fragatas". Otras deudas aludían a las siguientes especies: harina, trigo y vino vendidos en Potosí; plata recibida de aquel asiento mineral; hechuras del platero Juan Chunvilca; ropa; cestos de ají encestados y empuyados. Además le faltaba hacer diversos abonos a la Iglesia, incluyendo la correspondiente a la sepultura de un carpintero. La forma de efectuar los pagos respectivos era mediante entregas en dinero o en ají. Estas referencias del testamento de Diego Caqui hacen pensar en la toponimia de la palabra con que se denomina a un río de enorme importancia para la vida de Tacna durante siglos, el Uchusuma. Uchú significa ají y sumaq o suma quiere decir excelso, bello. El nombre identifica, pues, a un río en cuyas márgenes o vecindad era sembrado y cosechado una especie de ají de primera calidad. En cambio, deudores de Diego tenían que pagarle, entre otras especies, cien carneros de la tierra y cien cabras portadoras de mercadería de Castilla. Sus cuantiosos bienes incluyeron diversas tierras con plantíos de viñas, quinua, trigo y maíz, cien ovejas de vientre de la tierra, un solar de su casa y aposento, varios objetos de plata, entre ellos una trompeta, todos marcados, un esclavo llamado Antón y varias cosas más. Casado y velado con Inés Escurra, Diego dejó dos hijos legítimos: Diego Ara y Pedro Quea. Además mencionó en su testamento a ocho hijos naturales: Pedro Cata, Lázaro Lanchipa, Rodrigo Ccapac, Juan Cocha, Alvaro Hulinique, Pablo Juan Lanchipa, Pedro Alo Capac y Martín Quea. A éstos les dio como herencia las dos tercias partes del fruto de la hacienda Para, viña que tenía más de treinta mil plantas. Reconoció también a varias hijas naturales y les otorgó privilegios derivados de la viña de Tocuco. Lo que produjera esa viña debía ser entregado por un año a todos los indios e indias del repartimiento, excepto los de Codpa, con el fin de que abonaran sus tributos y, además, para lo que ellos quisiesen. Cuando falleció Diego Caqui en 1588, le sucedió como "principal del repartimiento" su hijo Diego Ara, quien tuvo sólo un hijo de matrimonio, Quedó él huérfano a los seis años de edad. Asumió el cacicazgo su tío Pedro Quea y lo retuvo hasta fallecer. Mientras tanto, el legítimo heredero, llamado Diego como su padre, era desposeído de sus bienes, maltratado y vivía en tal desamparo que solicitaba limosnas. Encontró el joven Diego un protector, cuyo nombre no se menciona y fue llevado por él (7) Las referencias hechas aquí en torno a la familia Ara han sido tomadas de los títulos de la hacienda Para, que, en dos volúmenes encuadernados, guarda el Dr. Guillermo Gubbins Forero.
  • 19. a Potosí. A la muerte de este hombre generoso, Diego Ara contaba más de veinte años de edad y los principales del pueblo de Tacna, sabedores de su existencia, le mandaron decir con los indios que viajaban frecuentemente a Potosí como peones en las recuas de dicha villa, que, siendo el legítimo heredero del cacicazgo, debía volver y reclamar sus derechos usurpados. Y así, el primer domingo después de su llegada a Tacna y estando la iglesia llena, por ser también el día de la doctrina, cuando acabó la misa, todos los principales del pueblo, indios y viejos y el resto de la gente se levantaron y abrazándole le aclamaron como legítimo y verdadero cacique. El usurpador Pedro Quea, había dejado una hija sola a la cual, mediante la violencia, un cura había casado con un indio chontal. Como a Diego Ara faltábanle recursos para su demanda contra este farsante, entre todos los hijos de los viejos lo ayudaron y así fue el pleito a la Audiencia de Lima, donde, habiéndose probado pertenecerle el cacicazgo, fue despachada una provisión a los oficiales reales para que éstos se la intimasen al corregidor, con pena de mil pesos de buen oro, para que diera a Diego posesión del cacicazgo, como en realidad ocurrió. He aquí un lejano episodio, que concuerda con el espíritu de la gente de Tacna en épocas posteriores. A Diego Ara le sucedieron su hijo Pedro y su nieto Carlos, este último casado dos veces y con hijos en ambos matrimonios. Después del fallecimiento de su hermano Santiago, heredó el cacicazgo Toribio Ara, cuyos derechos en la función de gobernador y representante de los indios de Tacna le fueron reconocidos por la Real Audiencia de Lima el 31 de agosto de 1802 (8). Se le expidió el título respectivo con fecha 2 de setiembre de 1802. Del matrimonio de Toribio con María Robles, natural de Chuquisaca que no aportó bienes a la familia, sobrevivieron Manuela, Antonia y José Rosa Ara y Robles. Padre e hijo, José Rosa en 1811 y Toribio en 1813, colaboraron eficazmente en las sublevaciones independentistas de Tacna, lo mismo que el cacique de Tarata Ramón Copaja. El decreto expedido por Bolívar en el Cuzco el 4 de julio de 1825 extinguió el título y la autoridad de los caciques; encargó a las autoridades locales el ejercicio de las funciones por ellas ejercidas; y agregó: "Los antiguos caciques deberán ser tratados por las autoridades de la República como ciudadanos dignos de consideración en todo lo que no perjudique a los derechos e intereses de los demás ciudadanos (9). Los beneficios anexos a los cacicazgos en lo que atañe al patrimonio que en repartimiento se les hubiese asignado, no quedaron afectados. Fue así cómo Toribio Ara dejó de ser cacique, pero siguió en la condición de propietario de las tierras trasmisibles a sus hijos. (8) Gracias a una información de Carlos Alberto González Marín he podido consultar los manuscritos que, adquiridos después de mi época, guarda la Biblioteca Nacional sobre las denuncias de Toribio Ara "cacique principal y gobernador de los naturales" contra los abusos del Subdelegado español Tomás de Menocal y algunos secuaces entre los que estuvieron su esposa y su suegra y los funcionarios menores a él obedientes. Menocal trató de impedir el ingreso de Toribio a la "posesión justa y debida del cacicazgo como legítimo sucesor con justo título y buena fe desde mis progenitores abuelos, mis padres, mis hermanos que lo poseyeron quieta y pacíficamente el espacio de un siglo". Además, trató de despojarlo de sus bienes y de quitarle la mita de agua que correspondía a sus tierras los días jueves en beneficio propio. Hacia marzo de 1793 lo mantuvo preso e incomunicado en la cárcel. Toribio denunció enérgica y reiteradamente los múltiples abusos cometidos no sólo contra él sino contra todo el pueblo ante el Intendente de Arequipa, Alvarez Jiménez. Este ordenó el 11 de abril de 1793 al Fundidor Francisco Antonio de Zela, recién llegado al pueblo, que libertara a Toribio y pusiese remedio a la opresión denunciada. El expediente de la Biblioteca Nacional está incompleto. Nótese la diferencia de fechas entre lo afirmado por Toribio y la que indican los títulos de la hacienda Para reproducidos en el texto del presente ensayo, González Marín considera que las tenaces protestas de Toribio pueden ser calificadas como el primer documento que antecede a la revolución de Zela en 1811 en la que participó activamente José Rosa, hijo de Toribio. (9) Gaceta de Gobierno de Lima, Núm. 16, Tomo 8, 25 de agosto de 1825
  • 20. En su testamento dejó constancia de que José Rosa no había sido leal en el manejo del patrimonio familiar. Por esa razón favoreció a sus hijas, Antonia y Manuela, si bien ordenó a ambas que por hallarse José Rosa cargado de familia, lo atendieran (10). Falleció Toribio en Tacna el 22 de marzo de 1831. Vino en seguida un litigio judicial. José Rosa planteó la nulidad del testamento como titular del mayorazgo. La sentencia de segunda instancia expedida en Tacna el 15 de noviembre de 1859 diferenció expresamente las dos instituciones, el mayorazgo y el cacicazgo; o sea otorgó vigencia al testamento de Toribio. Al comparar los documentos de la familia, aquí mencionados, nótase una visible reducción del patrimonio de los Ara a lo largo de los años, si bien Carlos en el que suscribió el 6 de enero de 1784 mencionó no ya uno sino tres esclavos, dos negros y un zambo; y pidió que, en beneficio de este último, se abonara lo que costase su libertad. A comienzos del siglo XIX, de todos los inmuebles señalados por Diego Caqui en 1723, el único de verdadera importancia era la hacienda Para, que en la época de Carlos albergaba cultivos de maíz y de ají, diez y ocho cabezas de ganado vacuno, catorce terneras, cuatro ovejas y dos borreguillos. El Reglamento de Aguas para Tac- na expedido el 16 de agosto de 1755 por el Corregidor y Justicia Mayor Dionisio López de la Barrera y aprobado por el Virrey Manuel de Amat el 26 de agosto de 1774, concedió a Pedro Ara el uso de ellas los días jueves desde que a la luz del alba se pudiera leer una carta hasta que las sombras de la noche hicieran imposible esa lectura. Dicho privilegio fue ratificado por resolución judicial el 14 de junio de 1845. Con prescindencia de las ramas en que se dividió la familia Ara, interesa aquí decir que Manuela Ara y Robles, hija de Toribio, fue esposa del coronel del ejército libertador colombiano Manuel María Forero. A través de los apellidos chilenos Izarnótegui y Rosales a los que se enlazó por su matrimonio mi bisabuelo José María Basadre y Belaúnde, de origen español, miembro de una familia que optó por quedarse en el Perú cuando terminó el Virreinato, aparece representada entre mis antepasados la sangre común americana ligada a la génesis misma de la Emancipación en 1810. Juan Enrique Rosales, abuelo de mi bisabuela, doña Luisa Izarnótegui y Rosales, formó parte de la primera Junta emancipadora formada en Santiago aquel año. A su vez, mi abuelo Carlos Basadre Izarnótegui tuvo por esposa a Concepción Forero y Ara, una de las muchas hijas del prolífico matrimonio entre el coronel colombiano y la descendiente de caciques. Los dos apellidos de mi madre, Grohmann (alemán) y Butler (irlandés), simbolizan a los modernos pobladores europeos que, sin peligrosos separatismos, vinieron a fundar hogares en estas tierras. En el caso del segundo, ello sucedió desde comienzos del siglo XIX en Tacna. Ocurrió algo análogo con el primero, a mediados de aquella centuria en la misma ciudad. Ambos, el abuelo y el tatarabuelo, llegaron para trabajar en comunes tareas, de acuerdo con el mensaje promisor que el continente americano ha (10) De Manuela Ara y Robles me ocupo en seguida Su única hermana, Antonia, casó con Manuel Calderón de la Barca y contribuyó en mucho a la decisión adoptada por este patricio cuando el 11 de julio de 1813, con el rango de Alcalde de primer voto del Ayuntamiento constitucional, optó por ser el principal secuaz de la insurrección encabezada por los hermanos Paillardelle. Vencido este movimiento, trabajó al servicio de la libertad en diversos lugares del Alto y del Bajo Perú hasta que en 1816 volvió a Tacna dentro de una libertad vigilada. Sin embargo, cuando Miller llegó con sus tropas en mayo de 1821, se unió a éstas y las acompañó en su retirada al norte por el mar. Vivió penosamente y el gobierno de Riva Agüero lo destacó en una misión cuyo fin resultó trágico, ya que pereció con su familia al naufragar, a la altura de las islas de Chincha, el barco que los conducía.
  • 21. significado ante millones de hombres y mujeres desde el siglo XVI. Y si, en la guerra con Chile, mi padre, estudiante de la Escuela de Ingenieros, combatió en Miraflores en enero de 1881, dos jóvenes primos hermanos suyos —Federico y Armando Basadre Castañón— murieron el 7 de junio de 1880 en el Morro de Arica, teniente y subteniente en el batallón Artesanos de Tacna, respec- tivamente (11). Estamos además, muy cerca, como tantos otros lo están, por lazos de parentesco próximo o lejano o, sencillamente, de terruño y de tradición, de convivencia y de cordialidad que se proyectan, en unos casos a muchas y, en otros a pocas generaciones, a los Caqui, Quea y Lanchipa, aborígenes de esas tierras desde tiempo inmemorial; y a los Pizarro que descienden de los primeros pobladores españoles. A los Cutipa, a los Mamani, a los Cusicanqui, oriundos de la campiña. A las dinastías democráticas de los Rejas de Pachía. A los Ticona, uno de los cuales le dijo en 1925, cara a cara, al Embajador de Estados Unidos en Santiago, lo que ocurría con los tacneños y ariqueños. A los de Zela, presentes siempre en el recuerdo y en el orgullo de los tacneños, a los señoriales y desaparecidos Rospigliosi, a los Pomareda, a los Vigil, a los Villena, a los Vildoso, a los Carbajal, a los Eyzaguirre, a los Albarracín, a los Cáceres, a los Céspedes, a los Nalvarte, a los Marín, a los González, a los Santana, a los Taillacq, a los Sañudo, a los Quelopana, a los Auza, a los Arce, a los Salieres, a los Salinas, a los Molina, a los Gómez, a los Valverde, a los Jiménez, a los Correa, a los Barrete, a los Quina, a los Landa, a los Robles, a los Mantilla, a los Martínez, a los Quijano, a los Freyre, a los Benavides, a los Zevallos, a los Zegarra, a los Vásquez, a los Saravia, a los Barrios, a los Berríos, a los Mena, a los Marca, a los Liendo, a los Castañón, a los Gil, a los Téllez, a los Saona, a los Valdés, a los Zapata, a los Vargas, a los Méndez, a los Butrón, a los Bustíos, a los Beytía, a los Girón, a los Sologuren, a los Fábrega, a los Oviedo, a los Allende, a los Vera, a los Osorio, a los Sotomayor, a los Barrón, a los Palza, a los Portocarrero, a los Valle Riestra, a los Linares, a los Paniagua, a los Carrasco, a los Inclán, a los Vidal, a los Hurtado, a los Arias, a los García, a los Dávila, a los Céspedes, a los Siles, a los Manzanares, a los Palomino, a los Diez, a los Pastrana, a los Montero la, todos ellos y otros, a ellos equiparables, con raigambre en la ciudad y en sus aledaños. A los Cornejo que son muchísimos y entre ellos hay morenos y blancos y bellas mujeres. A los Vega, que son de Tarata pero con muchas ramificaciones en Tacna. A los que descienden de alemanes como los Vischer, los Wiesse, los Freuden-hammer, los Neuhaus, los Falkenheimer, los Thiel, los Koster, los Riesle, los Koch, los Reliman, los Burchardt. A los que descienden de ingleses como los Stevenson, los Campbell, los Ledgard, los Finlayson, los Harrison, los Nugent, los Utram, los Jones, los Page, los Salkeld. A los que descienden de franceses como los Bebin, los Metraux. A los que descienden de italianos como los Cafferata, los Bacigalupo, los Bocardo, los Capellino, los Cavagnaro, los Carlevarino, los Viacava, los Raffo, los Rebosio, los Bocchio, los Lombardi, los Ferrari, los Bollo, los Cassareto, los Pescetto, los Luzio, los Vaccaro, los Banchero, los Muzzo, los Tavolara, los Trabucco, los Solari. A los que descienden de españoles como los Casanova, los Pons, los Irriberry, los Gallegos, los Espada, los Lapeyre. A los que reposan en el cementerio de la ciudad; o en la senda de las recuas en el tráfico a Bolivia; o en las pampas que aguardan en vano con las fauces abiertas, desde hace siglos, la irrigación; o en el campo de Intiorco a donde se arrojó a los muertos por la fiebre amarilla en 1869 y a donde se luchó no sólo en 1880 sino también en la guerra civil de 1842. A los que no vieron otro horizonte que el del paisaje local y en él se quedaron como habiendo echado raíces, y a los que fueron aventados por el ciclón de las discordias internacionales a lejanos parajes para lograr en unos cuantos casos la prosperidad y la mayoría de las veces, la mediocridad o la miseria. A los que fallecieron pronto con la ilusoria aureola de juventud o a los que murieron demasiado tarde. A los que vieron y protagonizaron las luchas por
  • 22. la independencia, las discordias, las facciones, la guerra del Pacífico, la ocupación, la entrega mutilada de 1929, el abandono, después de ella, el renacimiento demasiado fugaz y no esencial, las ulteriores y tenaces negligencias y las siempre vivas esperanzas de progreso y desarrollo. IV La chilenización. La Voz del Sur y los hermanos Federico y José Barreta. El Tacora y el heroico y olvidado Roberto Freyre. El Himno de Tacna. Condones de protesta. Una administración represiva aunque proba. Tacneños peruanos y faénenos chilenos. La tía Elvira. Una férvida expresión colectiva resultó el saludo de los pobladores de la ciudad y el puerto vecino al llegar el general Roque Sáenz Peña a este puerto con ocasión de su viaje a Lima como invitado de honor con motivo de haber sido erigido el monumento a Bolognesi. En un gesto de solidaridad con las ceremonias llevadas a cabo entonces en Lima, un grupo de ariqueños subió una noche al morro, robó uno de los cañones peruanos que todavía estaban abandonados en la cima; y, después de increíbles peripecias, logró despacharlo clandestinamente a Lima. Por desgracia, no fue colocado junto al monumento a Bolognesi. Se le envió indiferentemente al museo para que yaciera allí en el olvido y se perdiese. Las muestras visibles de fervor protestatario no emergieron únicamente en los días de liturgia cívica. Don Pedro Montt, hijo del eminente Manuel Montt, fue elegido Presidente de Chile en 1906. Uno de los temas incluidos en su plataforma electoral, la construcción de un ferrocarril longitudinal a lo largo del norte del país, afectó a toda la región de Tacna y Arica. Don Pedro decidió visitar esa controvertida zona. Un arco de triunfo fue erigido para celebrar su llegada a nuestra ciudad natal al lado del edificio de la Intendencia, es decir, casi al frente de nuestro hogar. Resultó notorio que la recepción al jefe del Estado chileno en torno a dicho arco, estuvo acompañado por una concurrencia muy escasa. Algunos días más tarde, llegó Carlos Forero con motivo de su candidatura a la representación parlamentaria por el departamento de Tacna Libre, la zona vecina al área ocupada por los vence- dores de 1883. Una entusiasta multitud le rodeó en su paso por las calles. El Presidente Montt se había enfermado y hallábase descansando en un hotel. Al llegar los manifestantes a esa cuadra, guardaron estricto silencio. Los gritos que aclamaban al Perú y a Forero reanudáronse sólo en la calle siguiente. La enfermedad de don Pedro resultó muy grave y se hizo necesario que entregase su investidura al Vice Presidente de la República para viajar a Europa en busca de la salud. Falleció en Bremen, antes de que hubiese terminado su período de gobierno. Al fallecer el vicario de Tacna José Félix Andía, el Intendente Máximo R. Lira ordenó la clausura de los templos de San Ramón y del Espíritu Santo en aquella ciudad por encontrarse acéfala la parroquia, ya que negóse a reconocer al cura vicario interino José María Flores Mestre, nombrado por el Obispo de Arequipa, hasta que lo aprobara el gobierno de Chile. Simultáneamente mandó poner en custodia del juez de letras de Tacna el archivo de la parroquia. Pero ya los libros de bautismos, matrimonios y defunciones de Tacna y Pachía desde mediados del siglo XVIII habían sido ocultados por los sacerdotes peruanos con la ayuda de algunas familias (11) Marcelino Várela, "Relación nominal de los señores jefes y oficiales muertos en el combate de Arica el 7 de junio último pertenecientes a la 7a. división del ler. Ejército del Sur", reproducida en Gerardo Vargas H, La batalla de Arica, Lima, Imprenta Americana. 1921, pág 370
  • 23. tacneñas; y el juez chileno se incautó sólo de los libros de confirmaciones, capellanías, estipendios de misas, mandas, inventarios y otros análogos. En el traslado de estos documentos de la casa cural a otras y en el envío secreto de ellos primero a Arica y luego a Lima y al Obispado de Arequipa, intervinieron muchas personas, algunas connotadas como doña Rosa Legay de Trabucco y el jefe de la agencia marítima Nugent, don Eduardo Hogez Nugent, así como gentes humildes y anónimas. Por eso se salvaron los libros parroquiales que años más tarde, en 1925 y 1926, el gobierno peruano manejó para tener una relación exacta de los nacidos en el territorio plebiscitario. Con motivo de la clausura de las iglesias, el cura J. M. Flores Mestre presentó una querella ante el juez letrado; pero éste le exigió que acreditase su personería. En cuanto al inventario y guarda del archivo parroquial, la Corte aprobó que continuara en el juzgado. Los curas peruanos de Tacna y Arica, desalojados de las iglesias, abrieron diversos oratorios particulares en noviembre de 1909; pero no por mucho tiempo. En febrero de 1910 el Ministro de Relaciones Exteriores chileno Agustín Edwards, autorizó al Intendente Máximo R. Lira para que los expulsara del territorio por desconocer las leyes y ser elementos de discordia. Así fue ordenada en marzo la salida de los presbíteros J. M. Flores Mestre, Vitaliano Berrea, José Félix Cáceres, Esteban Toeafondi, Mariano Indacochea Zevallos, Francisco Quiroz y Juan G. Guevara, Berroa y Guevara pidieron garantías a la Corte de Tacna, después de alegar que se les condenaba sin que hubiera sentencia ejecutoriada. La Corte resolvió favorablemente este pedido. Ambos regresaron del territorio peruano al viajar de Sama a Para. El Intendente entabló competencia al tribunal, que optó por remitir el caso al Consejo de Estado. Los dos sacerdotes decidieron entonces dirigirse a la ciudad, con cuyo fin solicitaron públicamente un coche de plaza. Apresados, fueron conducidos con una escolta de policías a la frontera por sendas especiales para evitar que el pueblo de Tacna cumpliera con su propósito de hacerles manifestaciones de simpatía. La expulsión de los sacerdotes peruanos de Tacna y Arica dio lugar a la ruptura de las relaciones diplomáticas entre el Perú y Chile. El culto religioso quedó suspendido en ambas ciudades y en toda la zona desde marzo de 1910 y el gobierno chileno estaba resuelto a impedir que lo ejercieran sacerdotes peruanos. Los tacneños y ariqueños peruanos se quedaron sin misas, confesiones o comuniones. La Santa Sede, que se había negado a mutilar o reducir el Obispado de Arequipa, autorizó, sin embargo, en 1910 el nom- bramiento de un vicario castrense para el ejército y la armada chilenos. La elección recayó en el presbítero Rafael Edwards, cuyo fervor patriótico era más hondo que sus deberes religiosos. Una ley de febrero de 1911 dio su organización propia al servicio castrense con un número variable de capellanes. La misma ley consideró como auxiliares de las fuerzas armadas al personal de la admi- nistración pública de la provincia de Tacna; a los empleados y jornaleros de los talleres y obras que por cuenta o con garantía o protección del Estado se establecieron o realizasen en la misma provincia; y a los colonos enviados a Tacna por el gobierno. Los capellanes fueron facultados, en junio de 1911, para usar las iglesias cuyo rector se hallase ausente, previo inventario y declarándose ellos mismos depositarios de los objetos de culto. El Obispo de Arequipa, que no había autorizado esos actos, declaró en entredicho todas las iglesias y oratorios públicos de las vicarías foráneas de Tacna y Arica hasta que se dejara expedito el ejercicio de la jurisdicción ordinaria y se permitiese a los legítimos párrocos el libre desempeño de su ministerio (12). No faltó más tarde, en Lima, algún sacerdote (12) J. Vitaliano Berroa. EL problema religioso durante la ocupación chilena de las provincias irredentas de la diócesis de Arequipa. Lima, Talleres Gráficos "La Confianza", 1957. Publicado por Mons. Francisco Rubén Berroa, Obispo de Ica Raúl Palacios Rodríguez, ob. cit. págs. 82-104.
  • 24. que, en la confesión, reprendiera con dureza a mujeres tacneñas porque no habían ido a misa ni habían comulgado durante largo tiempo. Ignoraba tanto la pequeña historia local como la historia internacional y diplomática americana de aquellos días. La guarnición militar de Tacna que antes de 1911 se componía del regimiento "Rancagua" y los zapadores "Atacama", después de ese año creció con el regimiento de infantería "O'Higgins", los "Lanceros del General Cruz" y el regimiento de artillería 'Arica", admirables en su prestancia y en su disciplina. Gran interés revelaron también las autoridades chilenas por desarrollar los es- tablecimientos de instrucción pública. Eran ellos, en 1911, un liceo para niñas y otro para niños, una escuela profe le se había puesto en vigencia un eficiente sistema escosional para mujeres, dos escuelas superiores y once públicas. Estas entidades deben ser calificadas como magníficas desde el punto de vista pedagógico, ya que en Chilar alemán. Los directores de dichos establecimientos pro curaban ganarse a la causa de su país a los alumnos más distinguidos y en algunos casos les ofrecían becas en Santiago. El himno nacional chileno se cantaba diariamente en los liceos. De mayo a diciembre de 1911 la población peruana en Tacna y Arica y, especialmente, en Tarapacá afrontó nuevos días de prueba. Habíase conservado y aumentado en Iquique y otros lugares de esta última provincia una numerosa y laboriosa colonia de connacionales nuestros. Tenía ella una sociedad de beneficencia, una compañía de bomberos, un club social y un diario, entre otras entidades. Hubo inclusive una literatura peruana tarapaqueña. Eran muchísimos los trabajadores compatriotas en las salitreras, sobre todo oriundos de Arequipa. Una Liga Patriótica chilena, formada rápidamente, comenzó a insultar y a atacar con furia a toda esa buena gente. Los obreros fueron expulsados de las salitreras, "barridos" como dijo entonces un diario de Valparaíso. Ello redundó en una crisis por la falta de brazos. Las instituciones quedaron destruidas entre gritos, pedradas y balas. El cónsul Manuel María Forero que servía en este cargo gratuitamente y cuyo hogar y cuya oficina fueron atacadas, sin garantías para su persona ni para su familia por el odio de las turbas, se asiló en el consulado británico de donde ellas quisieron extraerlo por la fuerza y hallóse ante la necesidad inevitable de abandonar Iquique, En Tarapacá, como en Arica y Tacna, muchos jóvenes tuvieron que emigrar porque fueron llamados al servicio militar obligatorio. El 18 de julio de 1911, unos ochocientos trabajadores del ferrocarril de Arica a La Paz enviados a Tacna para una manifestación nocturna, ya que en esta ciudad era imposible reunir una masa similar, asaltaron y destruyeron, durante más de cuatro horas, las imprentas que publicaban los dos diarios peruanos La Voz del Sur y El Tacora, situadas a muy pocas cuadras del cuartel de la policía. Así cumplieron con lo anunciado en uno de los cartelones que portaban: No queremos más panfletos, Ni más Freyres ni Bárrelos. Y como si tales hazañas no fuesen suficientes, entraron al Club de la Unión, centro social donde se reunía la población de la misma nacionalidad, hicieron añicos el mobiliario y dañaron gravemente el local (13). (13) Como los socios siguieron frecuentando este edificio semidestruído, fueron notificados en noviembre de ese mismo año por el jefe de la guarnición, general Vicente del Solar, cuyos vínculos con los sucesos del 18 de julio resultaron evidentes, para que procedieran a clausurar esas puertas y apagar esas luces. El mismo general obligó al gerente del Banco de Tacna, don Artidoro Espejo, delegado del gobierno peruano, a renunciar su cargo, después de colocar un pelotón de soldados armados en la puerta del banco Sobre la destrucción de los dos diarios de Tacna y el cierre del Club de la Unión, ver Raúl Palacios Rodríguez, ob. cit págs. 104123.
  • 25. La Voz del Sur apareció en 1893 propiciado económicamente por Guillermo E. Billinghurst y tuvo como director a Ernesto Zapata y luego a Modesto Molina. En 1898 asumió el mismo cargo José María Barreto en estrecha colaboración con su hermano Federico (14). Los Barreto eran dueños, acaso, de mayor calidad intelectual que Freyre. Habían sido dirigentes de un grupo literario, la "Bohemia Tacneña", a fines del siglo XIX, cuya revista Letras atrajo en 1896 la colaboración de grandes figuras de América española como Rubén Darío, Rodó, Manuel Ugarte y otros. También escribieron allí Ricardo y Clemente Palma y José Santos Chocano, Federico, nacido en 1872, poeta romántico con tendencias al erotismo y también ardoroso patriota, recibió hace pocos años un gran homenaje de su terruño cuando, por iniciativa del Alcalde Rómulo Boluarte, fueron repatriados sus restos desde Marsella, ciudad donde falleció en 1929. Mucho menos leído, José María, tres años mayor, pues nació en 1875, cultivó un tipo de prosa ágil, sagaz, agradable. Años después de haber emigrado de Tacna, fue enviado a misiones diplomáticas en América y Europa y publicó en El Comercio de Lima amenas crónicas con el seudónimo de "Rene Tupie". Bajo el comando de ambos hermanos, La Voz del Sur tomó algo estilo del diario decano de la capital; y, sin mengua de su intenso fervor patriótico, trató de hacer un periodismo circunspecto. Constantemente, otros tacneños prominentes reforzaron, con o sin firma, a La Voz del Sur en su polémica cotidiana con las autoridades chilenas y con el diario El Pacífico en el que colaboraron el propio Intendente Máximo R. Lira y además personalidades como Antonio Subercasseaux, Abraham Konig, Anselmo Blanlot Holley, Emilio Rodríguez Mendoza. Don Andrés Freyre Fernández, de tanta importancia en la historia de la imprenta en Tacna, tuvo seis hijos; Andrés que fue militar con hazañas en las campañas de Tarapacá y de la Breña, Carolina, Clorinda, Ricardo, Eloísa y Roberto. Las obras dramáticas, poéticas y narrativas de Carolina son bastante conocidas. De su matrimonio con el periodista boliviano Julio Lucas Jaimes, cónsul de su país en Tacna durante un tiempo, nació el gran poeta Ricardo Jaimes Freyre que fue, además, diplomático y estadista de notable actuación. En cambio, las poesías de Clorinda, editora de El Ramillete (1889) en la imprenta de su padre, han quedado en un nivel local. La Revista del Sur que Andrés Freyre publicara desde 1866, la cerraron los chilenos en 1880. En su reemplazo apareció desde 1882 El Tacara, cuya dirección ejercieron inicialmente el mismo Andrés y, desde 1909, su hijo Ro- berto Freyre Arias, nacido el 11 de mayo de 1870. Del peruanísimo espíritu de este diario de combate inmensamente popular, hemos visto una joya: una cartulina que puede caber en el bolsillo y lleva el almanaque para 1902 a un lado y el altanero "Himno de Tacna" de Modesto Molina al otro. El Tacara tuvo, junto a una sección editorial con informaciones alentadoras sobre la reconstrucción y el progreso al Perú y críticas implacables a las autoridades de la ocupación, hirientes y jocosas letrillas que no perdonaban al Intendente, los jefes militares o a los funcionarios judiciales o administrativos. La venganza no tardó en funcionar. El 28 de noviembre de 1910, un grupo de asaltantes forzó las puertas del diario en la céntrica calle San Martín, a dos cuadras del cuartel de policía, saqueó la casa habitación de la familia Freyre y maltrató a las personas que allí se encontraban. La venerable dama Juana Arias de Freyre, que contaba ochenta y nueve años de edad y estaba enferma e imposibilitada de moverse, fue golpeada y arrastrada por el pasadizo. Los tipos y accesorios de la (14) Carlos Alberto González Marín "Breve historia del periodismo peruano en Tacna", en Boletín Bibliográfico, Lima, diciembre de 1965.